Crecer espiritualmente

Rebeca Reynaud

 

Es necesario que crezcamos espiritualmente, sino viene la inmoralidad. La oración no consiste sólo en pedir cosas, sino en encontrarnos con Cristo para saber qué quiere de mí. Dios no es un genio a mis órdenes. Podemos decirle: “Señor, dame las condiciones necesarias para cumplir tu querer”. Hay quien se enoja porque Dios no les concede lo que quiere. Dios respeta la libertad mal usada, y esa conducta puede traer consecuencias funestas.

Para sanar la tristeza individualista, necesitamos el alimento de la Palabra y de la Eucaristía. ¿Cuántas veces a la semana abres la Biblia? Una religión buscada a la medida de cada uno, no ayuda. Es cómoda, pero en el momento de la crisis, nos abandona a nuestra suerte.

Se alza una ola de sensualidad que invade las costumbres, las leyes, las modas, los medios de comunicación social, las expresiones artísticas. Para frenar este ataque, además de orar y reparar, hemos de movernos, cada uno en su medio. “Primero purificarse y luego purificar; primero dejarse instruir por la sabiduría y luego instruir; primero convertirse en luz y luego alumbrar; primero acercarse a Dios y luego llevar a otro a Él; primero ser santos y luego santificar” (S. Gregorio Nacianceno, Oración 11,71 PG 35, 479).

La pelea por la limpieza de conducta se muestra siempre atractiva, siempre posible. Sólo en la oración aprendemos a hacer felices a los demás. El hombre decide sobre sí mismo. Está llamado a la verdad, al bien, a la belleza. Decimos que amamos la verdad, pero ¡qué fácil errar! Para garantizar la verdadera doctrina es necesaria la práctica religiosa.

Hoy hay confusión en materia de ética sexual, y es importante porque si no se dan la castidad, la continencia y el pudor no se da el amor. Y lo único que puede hacernos felices es el amor.

Todo lo que penetra a nuestros sentidos —sobre todo por los ojos, el tacto y el oído—, penetra en nuestra conciencia. Hay que saber qué está bien y que está mal, pero para reconocer el bien hay que llevar una vida honesta, hay que ser virtuoso. En su último libro Juan Pablo II dice que sin Jesucristo no hay bien. “La estatura moral de las personas crece o disminuye según las palabras que pronuncian y los mensajes que eligen oír” (San Juan Pablo II, a comunicadores 2004).

“Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4,3). Dios “nos ha elegido antes de la constitución del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia” (Efesios 1,4). Los primeros cristianos, fieles corrientes –casados y célibes-, de toda edad y condición, se sabían llamados a la santidad (cfr. Romanos 1,7), “elegidos, por Dios, santos y amados” (Col 3,12). Buscaban la santidad en todas las actividades de la tierra: unos en el campo intelectual, otros en el trabajo manual; otros, en ambos.

El hombre debe ser santo para hacer realidad su identidad más profunda: la de ser “imagen y semejanza de Dios”. El hombre no es sólo naturaleza, sino vocación.

El plan de vida ayuda a no perder de vista lo esencial: la amistad con el Señor. Algunas Normas de piedad que sugerimos son: El Ofrecimiento de obras a Dios al comenzar el día, 5 minutos de oración mental, rezo de un misterio del Rosario, leer un pasaje de la Biblia, tres Avemarías antes de dormir y examen de conciencia.

Una anécdota de la vida real

Un joven universitario se sentó en el tren frente a un señor de edad, que devotamente pasaba las cuentas del rosario. El muchacho, con la arrogancia de los pocos años y la pedantería de la ignorancia, le dice: “Parece mentira que todavía cree usted en esas antiguallas...”. “Así es. ¿Tú no?”, le respondió el anciano. “¡Yo! –dice el estudiante lanzando una estrepitosa carcajada–. Créame: tire ese rosario por la ventanilla y aprenda lo que dice la ciencia”. “¿La ciencia? –pregunta el anciano con sorpresa–. No lo entiendo así. ¿Tal vez tú podrías explicármelo?”.

Déme su dirección –replica el muchacho, haciéndose el importante y en tono protector–, que le puedo mandar algunos libros que le podrán ilustrar”. El anciano saca de su cartera una tarjeta de visita y se la alarga al estudiante, que lee asombrado: "Louis Pasteur. Instituto de Investigaciones Científicas de París". El pobre estudiante se sonrojó y no sabía dónde meterse. Se había ofrecido a instruir en la ciencia al que, descubriendo la vacuna antirrábica, había prestado, precisamente con su ciencia, uno de los mayores servicios a la humanidad. Pasteur, el gran sabio que tanto bien hizo a los hombres, no ocultó nunca su fe ni su devoción a la Virgen. Y es que tenía, como sabio, una gran personalidad y se consideraba consciente y responsable de sus convicciones religiosas. (Interrogantes.net).

Mientras tanto, ninguna adversidad debe apartarnos de este fin. “Nada te turbe, / Nada te espante, / Todo se pasa, / Dios no se muda, / La paciencia / Todo lo alcanza; / Quien a Dios tiene / Nada le falta: / Sólo Dios basta” (Santa Teresa de Jesús, Poes. 30).

Dos son las necesidades del hombre: el amor y el sufrimiento. El amor le impide hacer el mal. El sufrimiento repara el mal hecho (María Valtorta).