Peligros no percibidos
P. Fernando Pascual
6-6-2020
Un niño levanta una piedra.
Debajo, encuentra un escorpión. Su curiosidad se despierta: ¿será bueno o malo?
Desea tocarlo. No percibe que está en peligro.
Un adulto ha fijado una cita.
Espera pasar una tarde interesante. No se da cuenta de que tras la cita
iniciará un terrible drama familiar.
Un alcalde no da importancia
al parte meteorológico. No cree que lloverá tanto, ni que exista algún peligro
para la gente. Pasan las horas, y comienza una tragedia que pudo haberse
evitado.
En el camino de la vida surgen
peligros. Unos, sencillos, que no implican riesgos graves o que se descubren
fácilmente. Otros, complejos o escondidos, que no vemos con facilidad o que no
tememos en sus consecuencias.
Por desgracia, muchas veces no
percibimos la presencia del peligro. En ocasiones, no ocurren grandes daños. En
otras, lamentamos con amargura no haber sido capaces de darnos cuenta a tiempo
de la seriedad de ese peligro.
Por eso, cuando estamos ante
peligros no percibidos, agradecemos enormemente la advertencia de un familiar,
un amigo, un conocido, que nos abre los ojos, que nos da la voz de alerta, que
nos previene del peligro.
Otras veces seremos nosotros
quienes alcemos la voz o enviemos un mensaje para desvelar la presencia de un
peligro no percibido a aquella persona que amamos o a ese desconocido que
necesita un aviso inaplazable.
Hay quienes no reaccionan ante
la señal de alarma, o se encierran en sus opiniones que les dice que aquello no
traerá consecuencias. Cuando llegue la hora de las heridas físicas o
espirituales, la pena por haber desoído un buen consejo acompañará las lágrimas
por los sufrimientos que pudieron haberse evitado.
Leemos en la Biblia: “Pues es
grande el peligro que acecha al hombre, ya que éste ignora lo que está por
venir, pues lo que está por venir, ¿quién va a anunciárselo?” (Qo 8,6‑7).
Damos gracias a tantas
personas que nos ayudan y aconsejan para evitar peligros no percibidos. Sobre
todo, damos gracias a Dios que nos invita a la prudencia y a la limpieza de
corazón con la que podemos captar dónde hay un peligro, y tener la prontitud
para apartarnos de él.
De este modo, evitaremos daños
más o menos graves y, sobre todo, conservaremos tantos tesoros de cosas buenas
que nos otorga continuamente el Señor para que gocemos de una vida más
tranquila y, sobre todo, para que sepamos emplear los bienes del cuerpo y del
alma en el servicio de nuestros hermanos.