La felicidad
eterna en el cielo
Rebeca Reynaud
El Cielo es
lo que todos deseamos, es la felicidad. En el Cielo todo es infinito: Los
sentidos se agudizan, usamos toda la potencia de nuestra mente, pero la parte
más importante es que Jesús está presente allí. Ahí nunca se está separado de
los seres queridos. La muerte es pasar de esta vida al Padre. Además, podemos
contar con la ayuda de nuestros ancestros y de los santos. Las personas que
están en el Cielo tienen un gran poder de intercesión.
En el
paraíso reina la paz, la armonía, el amor. Es un lugar donde rigen las
Bienaventuranzas ya realizadas. La vida eterna consiste en una seguridad total,
en una felicidad plena. Hay que vivir la belleza, la verdad y la bondad en la
tierra pues es el anuncio de la belleza, verdad y bondad del cielo.
Cuando el
Lord Canciller de Inglaterra, Tomás Moro, fue puesto en la cárcel por el rey
Enrique VIII, a causa de que no quería aceptar el matrimonio del rey con Ana Bolena, empezó también a empobrecerse, pues el rey le
retiró su sueldo y le quitó sus bienes. Su esposa Alicia sabía que si Tomás
accedía, recobraría el favor del rey, así que quería convencerlo de que
aceptara ese matrimonio del rey, pues la estancia de Tomás en la Torre de
Londres hacía sufrir a toda la familia y estaban pasando penurias. Tomas le
preguntó a Alicia:
— Y ¿por
cuánto tiempo crees que podré gozar de esta vida? ¿Veinte años?... Mi buena
mujer. No sirves para negociante. ¿Quieres que cambie veinte años por una
eternidad?
Finalmente,
después de varios meses en la cárcel, fue condenado a muerte, y le dijo a su
verdugo: San Pablo estuvo de acuerdo con la muerte de San Esteban. Yo también
espero que usted y yo nos veamos en el Cielo.
Luego
entonces, el único fracaso que podemos tener es no llegar al
Cielo. Hay que hablar de él para trabajar seriamente por su conquista. Es un
bien tan grande
como no podemos ni soñar. Nuestro corazón anhela el amor y la belleza infinita
y éstas sólo se alcanzan en el Cielo. En el Cielo no hay muerte ni temor de
morir; no hay dolor ni enfermedad ni pobreza. Sólo hay un día eterno, siempre
sereno, una primavera continua donde todos se aman
tiernamente y cada cual goza del bien del otro como si fuese suyo. Allí se
encuentra todo cuanto se puede desear. Todo es nuevo: las bellezas y las
alegrías. Se saciará la vista viendo aquella ciudad magnífica y hermosa. Los
que irán al Cielo, verán que la belleza de sus habitantes da nuevo realce a la
belleza de la ciudad porque todos ellos visten como reyes, son reyes. Todo esto
son las dichas menores. Nuestra delicia principal será ver a Jesús y a Santa
María cara a cara. El premio que se nos promete no es sólo la belleza y la
armonía sino la vista de Dios. Así los goces del espíritu aventajan a los goces
de los sentidos. Contemplaremos todo el amor que la Santísima Trinidad tiene a
los hombres.
En el Cielo el alma está segura de amar y de ser
amada. Ese amor crece con la convicción de lo mucho que Jesús nos amó cuando se
ofreció en sacrificio en el madero de la Cruz y en el manjar de la Eucaristía.
La persona verá todas las gracias que Dios le ha concedido para preservarla del
pecado y atraerla a su amor. Verá que aquellas tribulaciones, aquella pobreza,
aquellas enfermedades y persecuciones que ella consideraba desgracias, no
fueron otra cosa que amor y medios de los cuales Dios se sirvió para conducirla
al Paraíso. Verá todas las inspiraciones amorosas y la misericordia que Dios
derramó sobre ella.
Los placeres del mundo, al principio embriagan los
sentidos, pero éstos se van embotando poco a poco y ya no sacian los deseos. En
cambio los bienes del Cielo sacian siempre, y aunque sacian plenamente, siempre
parecen nuevos, siempre deleitan, siempre se desean, siempre se obtienen. Así
el deseo no engendra fastidio porque siempre queda satisfecho. El alma
permanece siempre saciada y siempre deseosa de aquellos goces. Así como los
condenados son vasos de ira, los bienaventurados son vasos llenos de
misericordia y alegría porque no tienen más que desear.
Los santos y mártires dicen haber hecho poco para
conseguir el Cielo ¿qué vale lo que han sufrido comparado con aquel mar eterno
de goces? Hay que entregarnos sin medida pues la recompensa es eterna.
La llave para entrar en el Reino de los cielos es
una cruz. No hay cruz sin corona (Catalina Rivas, La
Puerta del Cielo, en LoveAndMercy.org).
Con
diversas metáforas el Señor presenta el Cielo como una unión de fraternidad:
especialmente cuando habla del banquete, con sus diversas variaciones: la gran
cena del hombre rico, el banquete al que llegan de todos los confines de la
tierra, el banquete nupcial. Un banquete no es para dos: hay comunidad con Dios
y entre los compañeros de banquete.
No será un
estar juntos callado y mudo, sino un vivo diálogo, fuente de alegría. A esto
habrá que añadir la entrada de otras almas en el Cielo, el progreso espiritual
de las personas queridas que aún viven en la tierra, el fruto producido por los
propios descendientes o amigos. Después del juicio, se añadirá también la
posesión del propio cuerpo, resucitado y glorioso.
En el
Cielo, todos nuestros deseos quedarán saciados viendo y amando a Dios
directamente. No significa que la criatura se disuelva en el Creador. Cada
criatura humana seguirá siendo ella misma. San Pablo dice que una estrella difiere de otra en
resplandor, así será en la resurrección: la mayor o menos bienaventuranza
dependerá de la mayor o menor caridad de cada uno, según sus méritos en esta
vida.
Estar en el
cielo es algo inefable, no se puede ni nombrar ni describir. Podemos utilizar comparaciones para referirnos al cielo.
San Josemaría Escrivá traía a colación lo que dice el Evangelio: Ni ojo vio, ni
oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas
para los que le aman: “¿Os
imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella
hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin
saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza,
toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre
vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien
aquello del Apóstol: ni
ojo vio, ni oído oyó...” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Hoja Informativa n 1 de su proceso
de beatificación y canonización, p. 5).
En el cielo
no sólo veremos a Dios, sino que nos sentiremos amados por el tres veces Santo,
y seremos capaces de amar a ese Dios increíblemente grande y bueno por la
comunicación de la vida divina en nosotros. Bajo la acción del Espíritu Santo
podemos abrigar la esperanza de amar como Dios ama.
nuevo. Todos visten como reyes. Satanás quiere destruir
toda alegría y toda paz personal y familiar. El maligno nos quiere como a sus
víctimas. En cambio, Dios nos quiere salvar de nosotros mismos y del Maligno.