Hablar con Jesús
Rebeca Reynaud
Santa Catalina de Siena dejó escrito:
El alma que persevera en la oración humilde alcanza todas las virtudes.
Desde la
eternidad estamos ante los ojos de Dios y él decidió salvarnos. El contenido de
esta llamada es nuestra “santidad”, es participar en la pureza de Dios, es
caridad. San Juan Pablo II decía: “Para esta pedagogía de la santidad es
necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la
oración” (Novo Milenio ineunte, n. 32).
San Gregorio escribió: Rezando
alcanzan los hombres las gracias que Dios determinó concederles antes de todos
los siglos. San Buenaventura afirma que tiene el Señor por
traidor a aquel que al verse sitiado de tentaciones no acude a Él en demanda de
socorro, pues deseando está y esperando que se le pida para volar en su
auxilio.
Un profesor decía: El hombre
satisfecho de sí mismo, orgulloso, no cree, no espera, no ora. ¿Qué es el alma
que no reza? Es lo más frágil y vulnerable que existe.
Cuando oramos por una persona estamos
encendiendo una luz en medio de la oscuridad. La oración pavimenta parte del
camino al cielo.
Benedicto XVI dice bellamente: “La
creación se hizo para ser espacio de oración”[1]. Orar es hablar con Dios de lo que nos ocupa, pero también orar es,
fundamentalmente, escucharle. Hay que preguntarle ¿ya me
acabaste de decir lo que quieres?
Elías peregrinó
hasta el Monte Horeb. La fe en Dios parecía haber desaparecido en Israel. En
aquel lugar experimenta el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Pero Dios
no está presente en todo ello. Entonces, percibe el susurro de una brisa suave,
y Dios le habla desde allí. Así reconoce anticipadamente a Aquel que ha vencido
el pecado “no con la fuerza sino con su Pasión; a aquel que, con su
sufrimiento, nos ha dado el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence”
(Benedicto XVI, Homilía solemnidad de Pentecostés, mayo 15, 2005).
El Señor es totalizante,
quiere que estemos con Él todo el día, y también de noche, que le encontremos
hasta dormidos. Hay que ponernos en sus manos como una ofrenda que hay que
purificar.
San Bernardo
escribe algo precioso y alentador: Toda alma, aunque se halle cargada de
vicios, envuelta en pecados como entre redes, captada por los deleites, cautiva
en su destierro, oprimida de dolores, errante y vagabunda, roída de disgustos,
agitada de sospechas (...) aunque se encuentre sumida en la mayor desesperación
y se sienta ya como condenada, puede, si quiere, desandar su camino y hallar en
sí misma energía suficientes no sólo para respirar con la esperanza del perdón,
sino también para atreverse a aspirar a las celestiales bodas del Verbo,
contraer la más íntima alianza con Dios y llevar el yugo suave del amor con el
Rey de los ángeles. Porque ¿qué no puede emprender con confianza cerca de Aquel
de quien sabe que lleva impresa en sí la imagen y semejanza? (Sermón LXXXIII)
Para San
Josemaría Escrivá la oración es “la humildad del hombre que reconoce su
profunda miseria y la grandeza de Dios al que se dirige y adora, de manera que
todo lo espera de Él y nada de sí mismo” (Surco, 259). Dicho de otro
modo: orar es... ponerse uno en su sitio. (Pilar Urbano, El hombre de
Villa Tevere, Plaza & Janes Ed., Barcelona
1995, p. 373).
La comunicación con Dios debe ser tan
intensa como la de aquel que ora mientras su avión se precipita a tierra a toda
velocidad. La intensidad de la súplica debe ser un instante de verdadero
éxtasis de entrega y fervor.
¿Por qué es tan
importante orar? Porque orar es amar.
Jesús nos podría
decir: Escúchame y te colmaré de mi amor. Te cuidaré como a la niña
de mis ojos, te esconderé en la sombra de mis alas y te protegeré de aquel que
utilice la violencia contra ti. Mira dentro de lo más profundo de tu ser y allí
encontrarás mi sabiduría y mi amor. En lugar de sentirte abrumada, ven a mí. Yo
satisfago toda necesidad. Yo te daré amor en abundancia. Yo, tu Dios, ilumino
tus tinieblas. Donde quiera que tú vayas, yo iré; cuando pases por los ríos de
la dificultad, no te ahogarás. Yo velo por ti, Yo te rescataré de tus
adversarios. Descansa en Mí confiando en mi presencia. Vacía tu mente de ideas
terrenales y Yo la llenaré. Lo que esperas puede ocurrir cuando menos te lo
imaginas. No te concentres en las cosas pasajeras. Mi calendario no es el de
ustedes, pero Yo siempre estoy en tiempo. La lucha no es tuya sino mía.
En Mí no existe
la edad, el tiempo, la enfermedad o la muerte. Mi luz llegará a ti como una
llama de gloria. El crecimiento espiritual se da en la
tiniebla. Pregúntate: ¿qué debo aprender de la
tiniebla?
Yo soy el Dios
de todos; te llamo por tu nombre. He aquí que yo estoy a la puerta y llamo: si
alguno abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo (Apoc 3,20).
Si me abres tu
corazón, Yo entro y asumo el control. En Mí eres libre de toda atadura. Eres
libre de los errores y de las fallas del pecado si te acercas a Mí. Yo remuevo
todo lo que vaya en contra de mi naturaleza.
Mis ojos velan
por ti en todo momento, incluso ahora mismo. Tiernamente coloco mis manos sobre
tu cabeza. Aliviaré tu angustia y bendeciré tus heridas. Clama a mí, yo camino
contigo y delante de ti. Mi Palabra es como lámpara a tus pies. Yo puedo
descubrir tu llaga escondida y sanar tu herida. ¡Déjame restaurar tu ama! Mi
amor disuelve todos los problemas. Yo hago nuevas todas las cosas y purifico
los errores que no conoces.
Te sostengo, te
concedo aquello que está en tu corazón. Te daré mi gracia en cada momento. En
las tribulaciones eres purificado. Cuando me entregas tus preocupaciones las
recibo con infinito amor. Confía en mí desde lo más profundo de tu alma; hasta
las cosas más difíciles se han de resolver. Clama a Mí, yo respondo a tu
llamada. Yo te consolaré porque el Espíritu que mora en ti es mayor que
cualquier circunstancia; saldrás con alegría y tendrás paz.
Mi gozo lava
toda pesadumbre de tu existencia. Yo soy el purificador, soy tu ayuda y quien
sostiene tu vida. Te instruiré, te aconsejaré y velaré por ti. Te guiaré por
senderos que no has conocido. No te abandonaré.
A veces te
puedes sentir débil. Todo lo que pidas en la oración creyendo que lo recibes,
lo recibirás.
Espera en Mí en
el silencio. Aquiétate, calma tu cuerpo y tu espíritu. Estoy más cerca de ti
que tus manos y tus pies, que tu aliento. Comprométete conmigo y entrégame toda
circunstancia. Aquiétate en aquel amor que aún no conoces.
Yo llego; tú no
sabes cuando. Sólo confía. Yo estoy trabajando en ti;
espera en Mí en la quietud de tu ser. Voy delante de ti enderezando los
caminos. Cuando yo vierta sobre ti mi bendición, no habrá espacio para
contenerla. Velo por ti. Búscame. No busques nada fuera de ti, yo soy el Todo
suficiente que mora en ti.
[1] J. Ratzinger, En el principio Dios
creó, EDICEP, Valencia 2001, p. 43.