INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA


Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: “Yo les aseguro que uno de ustedes me entregará” (Mateo 26,20-21).

Al comenzar la Cena, ya reunidos en el lugar escogido, que muchos hacen coincidir con el “piso alto” de una casa en Jerusalén, quizás propiedad de la familia de Marcos, el evangelista, Jesús anuncia que uno de los presentes es un traidor.

Esto produjo una commoción entre ellos, como es natural. Pero ninguno sospechaba de quién podría tratarse. Judas, por lo visto, había actuado de tal forma que no dio lugar a sospechas. Si estaba disgustado con Jesús, o tenía algún otro motivo para atentar contra El, supo disimularlo como un verdadero artista. Lucas dice que “andaba buscando una oportunidad para entregarle sin que la gente lo advirtiera” (22,6).

Lo cierto es que a nadie se le ocurrió pensar en él como el sujeto al que el Maestro se refería, acusándolo de algo tan horrible: ser un traidor.

Para todos ellos aquello fue una toma de conciencia de una realidad que se empeñaban en ignorar, pues a pesar de que Jesús ya se lo había advertido en varias ocasiones, seguían pensando que a su Maestro nada malo le podía pasar, pues habiendo visto tanto milagros realizados por El, suponían que era inmune incluso al sufrimiento y a la muerte.

Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: “¿Acaso soy yo, Señor?” El respondió: “El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará” (Mateo 26,22- 23).

La revelación del Maestro fue como una bomba, algo totalmente impensable, por lo que la tristeza hizo presa de ellos.

¿Cómo pensar que algo así podría ocurrir? Todos ellos se conocían bien, y por lo mismo sabían los defectos de unos y otros. Ya vimos que Juan acusó a Judas de ladrón, algo que no sabemos si los demás estarían de acuerdo, pues pudo ser una sospecha que Juan pudo tener muchos años después, cuando escribió su evangelio.

Esa fue la razón por la que todos sospecharon de sí mismos, como si una mano oculta pudiera llevarlos a cometer algo en lo que nunca habían pensado. El único que realmente sabía era el propio Judas y, por supuesto, Jesús.

De ahí que aunque el Maestro afirmó delante de todos que fue “el que ha mojado conmigo la mano en el plato”, aludiendo a la forma usual de comer en Palestina, nadie pudo sospechar de quién podría tratarse.

En realidad, fue una frase que recordaba otra de la Escritura, y que ellos conocían: “Hasta mi amigo íntimo en quien yo confiaba, el que mi pan comía, levanta contra mí su calcañar” (Salmo 40,10).

Esta fue una profecía del salmista, que vino a cumplirse con la traición de Judas.

No parece que Jesús lo dijera para que todos se enteraran del nombre del traidor. Sin embargo Juan aclara este punto al decir: “Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: “Pregúntale de quién está hablando”. El, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: “Señor, ¿quién es?” Le responde Jesús: “Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar”. Y, mojando el bocado, le toma y se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote. Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”. Pero ninguno de los comensales entendió por qué se lo decía” (Juan 13,22-28).

Quiere esto decir que sólo Juan y quizás Pedro, fueron los únicos en saber que era Judas, aunque los otros evangelistas no se refieren a esto.

Sabemos que Juan se apropia del título “el que Jesús amaba”, quizás porque se sentía el preferido ya que era el más joven de todos y, posiblemente, el único soltero. Usa esta expresión cuatro veces en su evangelio. Ningún otro evangelista se refiere a él de esa manera, pero la preferencia de Jesús se demuestra cuando, estando en la cruz, le entrega a Juan el cuidado de su amada Madre (Juan 19,26-27).

“El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!” Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: “¿Soy yo acaso, Rabbí?” Dícele: “Sí, tú lo has dicho” (Mateo 26,24-25).

A veces nos preguntamos cómo se han podido conservar todas esas conversaciones entre personas que vivieron hace cientos de años, cuando no existían ni grabadoras, y ni siquiera había papel para escribir de inmediato lo que se había escuchado.

Tenemos que decir sobre eso que no podemos pensar que los escritores se acordaban de todo lo dicho palabra por palabra. Ellos tuvieron que componer sus escritos tanto por lo que recordaban, como por lo que preguntaban a otros, o por aquellos escritos con los que otros habían hablado de los mismos temas.

De esa manera imaginaban las que bien pudieron ser las palabras dichas por unos o por otros. Además, está comprobado que, precisamente por no existir todos esos modernos aparatos con que hoy contamos, la gente ponía mucho más atención en lo que se decía, ejercitando así la memoria y desarrollándola con mayor extensión y profundidad de lo que ahora estamos acostumbrados.

Por otro lado, había algunos superdotados que solían ser los que conservaban en su memoria los hechos más trascendentes. Todo eso fue la causa de que no se perdiera el conocimiento de muchas de las cosas ocurridas y que hoy podemos saber por tal motivo.

Los apóstoles seguramente recordarían, en sus reuniones posteriores a los acontecimientos que vivieron junto a Jesús, todo lo que El les dijo, lo que El hizo, sus milagros, sus discursos. Esto refrescaría en su memoria incluso las reales palabras que el Maestro pronunció. Y cuando no las recordaban tal cual, sí lo que El les quiso decir, de modo que podemos estar seguros de que lo escrito en los evangelios, si no es absolutamente como El dijo, se aproxima grandemente.

No olvidemos que todos esos testimonios que aparecen en los evangelios fueron firmados con la propia sangre. La mayoría de los testigos de primer orden terminaron sus vidas derramando su sangre por defender la verdad de lo que afirmaban. Este es el mejor sello de veracidad que podemos tener de todos los libros del Nuevo Testamento, en los que se basa principalmente nuestra fe en Jesús.

En cuanto a lo que dijo el Señor de Judas, de que “más le valdría no haber nacido”, no nos permite afirmar, rotundamente, de que el discípulo traidor se condenó. La Iglesia, al menos, nunca se ha atrevido a afirmarlo, ni de él, ni de nadie. Mejor dejemos la suerte del pobre Judas en las manos del Señor que es todo misericordia.

Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: “Tomen, coman, éste es mi cuerpo”. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: “Beban de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mateo 26.26-28).

Comparando las narraciones que los tres sinópticos hacen de la Última Cena, no queda claro si Judas participó de la institución de la Eucaristía y comulgó.

Aunque Juan no narra propiamente la institución, si es prolijo en cuanto a otros muchos detalles de la Cena, a la que dedica cinco capítulos, del 13 al 17.

En el capítulo 13, cuando Jesús habla de la traición de uno de ellos, Pedro le dice a Juan que le pregunte al Maestro de quién se trata, y Éste le dice al apóstol: “Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar” (13,26).

En el versículo 30 dice el evangelista: “En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche”. Esto parece indicar que al traidor no le fue permitido participar de un momento tan especial en el que Jesús nos dejaba a todos, el memorial de su Muerte y Resurrección.

Ya Juan, en el capítulo 6 de su evangelio, nos trae aquella confrontación de Jesús con los dirigentes judíos, en la que anuncia que para tener vida eterna tendremos que comer su carne y beber su sangre.

Esto fue lo que hizo realidad en la Última Cena. Al instituir la Eucaristía estaba demostrando lo que ya Juan Bautista había dicho. El era el verdadero Cordero que quita el pecado. Por eso, en el marco de la comida pascual, en la que los judíos recordaban la liberación de sus antepasados esclavos en Egipto, cuando Moisés les mandó por orden de Dios que cada familia matara un cordero, y tiñeran con su sangre las jambas y dinteles de las puertas de sus casas, para ser liberados de la muerte, Jesús quiso introducir una nueva forma de celebrar la Pascua.

Ésta ya no sería en recuerdo de la liberación parcial y transitoria de un pueblo esclavo, sino la celebración de la verdadera liberación que Jesús daría a toda la humanidad, esclava del pecado y de la muerte. Ya no sería la sangre de un cordero, sino su propia Sangre, la que sería derramada. Así, cada vez que hiciéramos lo que El hizo, estaríamos actualizando y renovando la Alianza que El hiciera entre Dios y toda la humanidad.

La Eucaristía es la celebración de nuestra liberación. Cada vez que la realizamos, hacemos realidad su presencia entre nosotros, y comemos y bebemos su Cuerpo y su Sangre que nos da Vida Eterna.

“Y les digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con ustedes, nuevo, en el Reino de mi Padre”. Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos (Mateo 26,29-30).

¿A qué se refería Jesús con estas palabras?

Sobre esto se ha escrito mucho, ya que no es, en modo alguno, fácil de entender.

Debemos recordar que la institución de la Eucaristía fue realizada en el marco de la Cena Pascual. A través del tiempo se había ido institucionalizando como la mayor fiesta judía, recordando la liberación de esclavitud del pueblo israelita en Egipto.

De modo que se trató de repetir en ella, lo más cerca posible, lo que fue mandado por Dios a traves de Moisés para la primera Pascua, o Paso, la noche en que todo el pueblo hebreo se preparó para salir hacia la libertad.

Era una comida frugal, compuesta por pan sin levadura, en forma de tortas de un centímetro de espesor, hierbas amargas, una especie de salsa para rociarlas que llamaban haroset, cuatro copas de vino y el cordero asado, que era el plato principal.

Lucas habla de que al repartir la primera copa fue que Jesús dijo que ya no volvería a beber del fruto de la vid (22,17). Luego procederían las otras tres, y no sabemos si Jesús sólo las repartió entre los apóstoles sin probarlo El mismo.

Entre las diversas opiniones para explicar esas palabras del Señor, me parece convincente la de que se refería a la misma Cena Pascual, pues ésa sería Última, como ahora le llamamos, que celebraría en la tierra con sus discípulos.

Claro que en el cielo, que sepamos, no habrá vino, ni pan, ni corderos ni hierbas para comer. La celebración en el Reino no necesitará de nada de eso.

El que Mateo haya puesto la frase al final no parece que tenga un significado diferente al de Lucas, que la pone al principio.

Siguiendo, pues, a Mateo, vemos que sería con esa frase de se terminaría la Cena y Jesus y los apóstoles se dispondrían a marcharse, no sin antes entonar los himnos propios de esa ocasión, el Hallel, compuesto por los salmos 114 al 118. Al salir serían, según cómputos de algunos, alrededor de las diez de la noche.

Para llegar al monte de los Olivos, hacia donde se dirigían, tenían que atravesar el torrente Cedrón, que fuera de la época de lluvias solía estar seco.

En el monte había un huerto,Getsemaní, donde parece que Jesús y sus discípulos acostumbraban pernoctar en sus visitas a Jerusalén.

Arnaldo Bazán