Cuando empieza una epidemia
P. Fernando Pascual
14-3-2020
Cuando empieza una epidemia o
una pandemia, las reacciones son muchas. Algunos se preguntan por sus causas.
Otros miran hacia el futuro para intuir cuándo terminará. Otros creen que no
será para tanto. Otros viven en una alarma continua. No faltan los que
aprovechan para criticar a los políticos, a los banqueros, o incluso a algunos
grupos sociales.
La lista de reacciones
manifiesta la diversidad de aspectos que rodean a ese hecho dramático cuando
explota ante nuestros ojos: una nueva epidemia. También manifiesta los
diferentes modos de pensar y de sentir de la gente.
Los datos están ahí, ante
nuestros ojos: las estadísticas disparan las alarmas. Los hospitales no
consiguen atender a todos. Los médicos y los enfermeros sucumben al estrés,
incluso quedan contagiados.
Ante la epidemia, muchos
perciben con especial fuerza el dramatismo de la existencia humana: nacemos
frágiles, estamos sometidos a los elementos, podemos sucumbir ante un virus o
una bacteria (del pasado o del presente), ante un terremoto o una sequía
desastrosa.
Ese dramatismo no deja de ser
verdad en los días “normales”. Sin epidemias, miles de seres humanos fallecen
en accidentes, o por gripes recurrentes, o por hambres incomprensibles, o por
guerras absurdas en un mundo que parecía haber aprendido algo de los terribles
conflictos armados del pasado.
Pero las epidemias encienden
los focos ante lo misterioso y frágil de nuestra existencia. A pesar de los
avances científicos, a pesar de los millones destinados a la salud, a pesar de
los hospitales dotados de aparatos ultramodernos, basta un nuevo virus para que
el miedo paralice a los gobiernos y a la gente de la calle, y para que miles de
personas queden tocados por la enfermedad y la muerte.
Al mismo tiempo, las epidemias
ponen a la luz lo mejor y lo peor de nuestros corazones. Es cierto que algunos
sucumben al egoísmo y hacen todo lo posible por salvarse, incluso a costa del
bien común. Pero son muchos, más de los que imaginamos, que dedican su trabajo,
sus manos, su mente, para buscar soluciones, para atender a los enfermos, para
paliar los daños, para afrontar la emergencia con solidaridad y amor auténtico.
Cuando empieza una epidemia,
hay regiones, Estados, incluso continentes, que ven de repente las
consecuencias de la parálisis, los daños en las industrias, las insuficiencias
de los sistemas de abastecimiento. Todo queda como colapsado, mientras el virus
avanza y avanza de un modo sorprendentemente dañino, sin distinguir entre ricos
y pobres, entre famosos y encarcelados, entre niños, jóvenes, adultos o
ancianos.
Para tantas personas, la epidemia invita a renovar la confianza en Dios, a comprometerse en el servicio, incluso heroico, a los otros, a la espera auténtica en la vida eterna. Porque, entre otras cosas, una epidemia desvela radicalmente que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que estamos en camino hacia la futura... (cf. Carta a los Hebreos 13,14).