CADA DÍA SU AFÁN

 

EL CORONAVIRUS SIN MÁSCARA

 

La rápida expansión del coronavirus es un motivo ineludible para la reflexión. De pronto, todos nos hemos visto asaltados por una amenaza tan imprevista como temible. Un auténtico riesgo para muchas personas, que ha sido magnificado por los medios de comunicación.

A pesar de la mascarilla, todos hemos dejado ver nuestro verdadero rostro. Hemos visto que nuestra pretendida autosuficiencia se desmorona ante el temor a la enfermedad y a la muerte. Y hemos observado que ese temor puede ser manipulado por los que hacen del servicio al pueblo un medio para conquistar, justificar o conservar el poder.

Ahora sabemos que nuestra confianza en la ciencia y en la tecnología significa muy poco cuando no está acompañada por la rectitud moral. Y hemos demostrado que la aparente seguridad de la que nos vestimos en público apenas puede cubrir la desnudez de nuestra debilidad y vulnerabilidad, de nuestra finitud y nuestra irresponsabilidad.

La crisis del coronavirus ha dejado en evidencia el terror que nos produce la soledad, el vacío que sentimos al no poder seguir la rutina de nuestro trabajo, el miedo que nos da permanecer unos días en el hogar, las dificultades para mantener un diálogo sereno y cordial con los miembros de nuestra familia.

Esta pandemia nos ha mostrado la cara oculta de esa luna a la que habíamos llegado en este cambio de época. Hemos descubierto que hemos perdido el gusto por la lectura, y ya hemos olvidado los juegos de mesa. Hemos aprendido a enviar cortos mensajes a nuestros contactos lejanos, pero no sabemos dialogar con los más cercanos.

De paso, tal vez hayamos redescubierto lo que significa participar en la liturgia, celebrar la eucaristía y los demás sacramentos. Algunas personas han vivido el dolor de dar sepultura apresurada a sus seres queridos. Y tal vez hemos recordado las oraciones que en otros tiempos iban ritmando nuestros pasos por el camino de la fe.

Esa fe nos dice que Dios nos habla a través de los acontecimientos de la historia. Jesús sabía que las gentes llegan a adivinar el tiempo atmosférico. “El cielo está rojo al atardecer, así que mañana habrá buen tiempo”. Sin embargo, se lamentaba él de que sus vecinos no supieran leer las señales del tiempo histórico.

Pues bien, también la aparición de algo tan insignificante como un virus puede ser considerada como uno de esos signos de los tiempos. Es un desafío para científicos y políticos. Pero es también una advertencia para creyentes y no creyentes. Ante un evento de esta magnitud todos podemos y debemos preguntarnos cuál es el sentido de la vida.

De todas formas, ha debido de quedar muy claro lo que nos advertía un viejo refrán: “El hombre propone y Dios dispone”. Todos los compromisos que hemos visto cancelados nos enseñan que no somos tan imprescindibles como creíamos. Y, sobre todo, nos invitan a confesar que solo Dios es Dios.

José-Román Flecha Andrés