CADA DÍA SU AFÁN
DOS MISIONEROS
LEONESES
Durante el mes de octubre de este año 2019, el papa
Francisco nos ha exhortado a celebrar un mes misionero extraordinario. Una
buena ocasión para recuperar el vigor de la vocación misionera que se dirige a
cada unos de los cristianos.
Pero también es esta una impagable ocasión para recordar
a los misioneros y las misioneras que han salido de nuestra propia tierra.
De nuestra diócesis de León han salido muchos y muy
valiosos. Entre los antiguos no se puede olvidar a santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima, promotor de sínodos
importantes y constante visitador de los vastísimos territorios que le fueron
confiados.
Entre los muy recientes, recordamos al sacerdote Maximino
Arias Reyero que tanto trabajó en Chile. Hemos
encontrado testimonios de franciscanos leoneses en algunas de las misiones
californianas. Lazos familiares nos llevan a evocar a Fray Diego de Palazuelo, capuchino, que dejó su alma en Venezuela hasta descansar en la ciudad de
Valencia.
Y, para la historia, es preciso mencionar a dos héroes
que han dejado una huella imborrable, como el franciscano Fray Bernardino de
Sahagún y el jesuita P. Segundo Llorente.
Bernardino Ribeira nació en
Sahagún, el año 1499 ó 1500. Estudio en la Universidad de Salamanca y el año
1529 fue enviado a las tierras de Nueva España. Hoy nos impresiona su conocimiento
de la lengua náhuatl, en la que escribió su Psalmodia
cristiana y sermonario de los Sanctos del Año.
Pero nos
asombra la amplitud y seriedad de su magna obra Historia general de las
cosas de Nueva España, en la que trató de recoger en doce tomos las
leyendas y los mitos, las costumbres y el comportamiento de los aztecas, que en
parte he podido constatar en aquel mismo solar.
Contra el
parecer de algunos que consideraban aquel estudio como peligroso para la fe cristiana,
se muestra precursor de los modernos estudios y métodos de diálogo
intercultural.
Segundo
Llorente nació el 18 de noviembre de 1906 en el pueblo leonés de Mansilla
Mayor. Fue alumno del seminario de León y, después de su noviciado Jesuita en
Carrión de los Condes, estudió también en la Universidad de Salamanca y en la
Facultad de Teología de Granada.
En sus memorias,
publicadas un año después de su muerte, acaecida el 26 de enero de 1989, narra
con un agradable estilo familiar cómo decidió irse de misionero a las lejanas
tierras de Alaska.
Éramos
jóvenes cuando leíamos con avidez sus cartas desde las orillas del Yukón, allá
en el país de los eternos hielos.
Recientemente he podido visitar la ciudad de
Anchorage y la catedral de la Sagrada Familia que él describe, atravesar el río
Matanuska y ver algunos de los glaciares de aquellas
tierras de Alaska en las que sirvió a los esquimales.
Que la
memoria de tantos hombres y mujeres que nos han precedido en la tarea misionera
nos ayude a recobrar ese espíritu y a vivir nuestra fe con una apertura amplia,
universal y generosa.
José-Roman Flecha Andrés