Irritaciones en nombre de la verdad

P. Fernando Pascual

19-10-2019

 

El resultado del partido era claro: 5-3. Dos horas después, los amigos lo comentan. Uno dice que no fue justo ganar 6-3. Otros le corrigen, alguno lo hace irritado: ¡el resultado fue 5-3!

 

Las primeras noticias decían que el ladrón procedía de una provincia del sur. Más tarde, con mejores informaciones (al menos eso parece) se dice que era del norte. En casa el esposo comenta: otro del sur que hace daño. La esposa le corrige con firmeza: ¡era del norte según las últimas informaciones!

 

En muchas ocasiones, entre amigos o en el trabajo, o incluso en el autobús, reaccionamos con firmeza al escuchar lo que parecen errores garrafales. ¿Cómo es posible que alguien afirme que aquella guerra inició en octubre cuando casi todos saben que comenzó en diciembre?

 

A pesar de que algunos dicen que el relativismo es parte del modo de vivir y de pensar de muchas personas, lo cierto es que incluso los que se declaran relativistas reaccionan con enfado si les dan un billete de 5 cuando tenían que entregarles un billete de 10...

 

En el fondo de esas irritaciones hay algo típicamente humano: ciertas cosas son como son, y nos disgusta que haya quienes lo ignoran por despiste o por malicia, o incluso lo niegan con una desenvoltura que sorprende.

 

Hay que precisar que existen irritaciones en quienes creían conocer la verdad y que luego descubren (por desgracia, no siempre ocurre eso...) que estaban en el error. Pero en otras ocasiones, el enfado ante un error ajeno tiene fundamento: uno conoce con precisión la verdad.

 

Desde luego, reaccionar de modo desproporcionado por algo sin importancia puede ser señal de poca educación o de inmadurez. No es el caso gritar y dar un golpe en la mesa si el otro se equivoca al hablar del último fichaje del propio equipo deportivo...

 

Pero otras veces la irritación, si procede moderadamente y con un deseo sincero de ayudar al otro, refleja simplemente ese amor a la verdad que caracteriza a todo ser humano y que nos lleva a defenderla cuando vemos que otros la desconocen o la tergiversan.

 

La raíz de las irritaciones en nombre de la verdad se encuentra, por lo tanto, en lo íntimo de nuestros corazones, según aquella enseñanza que Platón atribuye a su maestro Sócrates: "no se me permite ser indulgente con lo falso ni oscurecer lo verdadero" ("Teeteto" 151d).

 

Una enseñanza que, proceda de Sócrates o sea invención de su discípulo más famoso, vale ayer como hoy. Porque la verdad, también respecto de los asuntos más sencillos, nos ayuda a ver mejor las cosas y a avanzar un poco más en la comprensión del mundo en que vivimos.