Toca ya pasar de las palabras a los hechos
Ángel
Gutiérrez Sanz. (Catedrátic de Filosofía y autor de varios libros)
Tantos años de
crisis cultural han servido para que lo
que está pasando se vea como la cosa más normal del mundo, incluso hay quienes
dicen que vivimos en el mejor de los mundos posibles, sin reparar en que todo anda patas arriba, falto de orden
y de concierto. En este escenario de contradicciones el cristianismo afronta uno de sus peores
momentos de la historia, con un alto grado de insatisfacción personal y
colectiva. Hay que tener los ojos cerrados para no ver los vaivenes que desde
fuera y desde dentro sacuden a la Iglesia,
con la amenaza de ponerla fuera de juego. En realidad dificultades las ha
habido siempre, pues de otra forma no es de la Iglesia militante de la que estaríamos
hablando; lo grave de la situación presente es que en el seno de la Curia
Romana existe un enfrentamiento larvado, que está impidiendo afrontar con
garantías la compleja problemática que está encima de la mesa. Dicho en pocas
palabras en las altas esferas falta concordia y sobran intrigas.
Unos piensan que
las cosas habría que dejarlas como siempre han estado, para que el catolicismo pueda seguir siendo
lo que siempre ha sido. La frágil nave
de Pedro ha de cobijarse en lugar seguro, lejos de las inclemencias del
tiempo y permanecer en el refugio al
abrigo de los vientos huracanados hasta que pase la tormenta, haciendo bueno el
consejo ignaciano de que en tiempos de
tribulación mejor no hacer mudanza. En
cambio otros están convencidos de que la
Iglesia de Cristo no está aquí para
atrincherarse en una torre de marfil, ocultando sus propias miserias, sino que
está llamada a cumplir la difícil misión
de compartir la suerte con su mundo y mancharse con el polvo de sus
caminos. ¿Qué sentido tendría la
iglesia de Cristo sin un mundo a quien evangelizar, ayudar y servir? La crisis generalizada
por la que estamos atravesando es de todos y es preciso vivirla agarrados de la
mano, de forma solidaria, tratando de poner toda la carne en el asador, para
superar las dificultades juntos y conseguir que todos puedan ser salvados.
Las dos actitudes
podían ser vistas como expresiones igualmente corresponsables con mucho tiempo
de coexistencia, si no fuera porque desde los tiempos del Vaticano II quedara establecida
la necesidad de una renovación eclesial y la urgencia de una
Nueva Evangelización, por lo que en buena lógica habría que decir que la
polémica dentro de la Iglesia no debería estar tanto en saber si conviene o no un cambio, cuanto en saber cual, cómo y hasta
dónde puede llegar éste. Hoy, como siempre en la Iglesia Católica, existe un
común mediador al que se le está pidiendo
que ponga en marcha algún procedimiento para dirimir la contienda. Uno de
ellos podría consistir en tratar de cambiar algo para que todo siga igual y el
otro procedimiento supondría ya una restructuración efectiva en toda regla, que afectaría a la funcionalidad del edificio, sin que por ello fuera necesario remover los cimientos. De lo que se trataría no es tanto de cambiar un cristianismo por otro, sino de vivir de forma diferente el
cristianismo de siempre y de estudiar las nuevas formas en que la Iglesia Católica
pudiera hacerse presente en un mundo hostil. Lo grave del caso es que la sola posibilidad
de poner en marcha este tipo de cambio levanta ampollas, siendo motivo de fuertes
tensiones internas por lo que el Papa
Francisco se ve en la necesidad de tener que templar no pocas gaitas.
En cuanto Pastor
universal es de suponer que esté
especialmente preocupado por la reconciliación entre las distintas sensibilidades,
que hoy por hoy no deja de ser una cuestión prioritaria y sin duda el Papa
actual está haciendo lo que puede por contentar a los unos y a los otros. Por
una parte los innovadores se sentirán complacidos con sus gestos audaces y
con su discurso proclive a la evolución,
renovación y cambio, en tanto que los conservadores pueden seguir tranquilos pensando que hasta ahora no se ha ido más allá de las meras palabras y
mientras no se pase del dicho al hecho no hay motivo para alarmarse y rasgarse
totalmente las vestiduras. Esta necesidad de tener que navegar entre dos aguas
puede haber dado lugar a alguna ambigüedad por parte de Francisco y lo mismo cabe decir de su silencio ante las
graves acusaciones, que pudiera ser interpretado como merma de su autoridad,
pero sin duda él lo hace con la intención de apaciguar los ánimos. En realidad la
forma de comportamiento de Francisco en todo momento ha sido digna, manteniéndose
siempre dentro la ortodoxia, aunque algún desaprensivo le haya tachado de
hereje. Francisco, sin duda alguna no es el papa que “per conservare la sede perde la fede´”
como tampoco Benedicto fue ese Papa que “per
conservare la fede perde la sede”
Aparte de lo dicho,
existen otras consideraciones que conviene tener en cuenta. Después de una praxis milenaria, volcada en la anatematización de cualquier
iniciativa reformista, no resulta nada
fácil plantearse una renovación en
profundidad. Fácil es decirlo; pero no lo es tanto poner manos a la obra, pues
como bien queda reflejado en el dicho popular “del dicho al hecho hay un gran trecho”. Soltar amarras para emprender una nueva
aventura que no estuviera avalada ni por la tradición ni por la experiencia produjo
vértigo en los papas precedentes y lo mismo puede que le suceda a Francisco.
Existe el temor de dar un paso en falso y luego no poder replegar velas. No es
ya solo lo que tiene de atrevido, por ejemplo, poner la casulla del diaconado
sobre los hombros de una mujer, sino lo que se teme es lo que pueda venir
detrás, que bien pudiera ser colocar la mitra sobre su cabeza. Lo mismo sucede
con el celibato sacerdotal y demás asignaturas pendientes. Produce vértigo
comenzar un camino que se sabe dónde empieza pero no dónde puede acabar; por
eso ningún papa quiere ser el primero en dar el primer paso. “Sé, decía San Juan Pablo II, que esto sucederá un día, pero que yo no lo
vea”
Aparte
del vértigo que supone romper con varios siglos de tradición, es humano que el Papa sienta la necesidad de
sentirse acompañado por la Comunidad. Después
de 6 años de pontificado, Francisco debe
tener claro los proyectos que le gustaría llevar a cabo, pero un cosa es eso y
otra lo que realmente pueda o le dejen hacer. Ciertamente en Roma las decisiones
las toma el Papa, pero nada tiene de extraño que haya decidido actuar de forma
colegiada, motivo por el cual antes de emprender un viaje conviene saber con
qué acompañantes se cuenta, cuestión hoy día especialmente delicada, dada las
conflictividades internas existentes en el Vaticano. Es por todo esto por lo
que a lo mejor estamos pidiendo al Papa Francisco algo que él, por sí solo, es
muy difícil que pueda llevar a cabo. Una
reforma estructural como la que hoy necesita la Iglesia, con cierta garantías de éxito, no puede por menos de ser
el fruto de un consenso más o menos generalizado, razón por la cual comienzan a
escucharse voces pidiendo la convocatoria de un nuevo Concilio, donde se puedan
afrontar con garantía los nuevos retos que la Iglesia Católica tiene ante sí y
seguramente tarde o temprano habrá que hacerlo, porque las circunstancias así
lo exigen.
Se habla de los riesgos que comporta dar un golpe de
timón y naturalmente que los hay; pero
seguramente ninguno tan funesto como quedarse con los brazos cruzados. De
humanos es equivocarse; pero no lo es renunciar a la lucha ya de entrada. Cuando se escucha que la mitad de los
católicos estadounidenses de menos de 30
años están abandonando el catolicismo, cuando se oye decir que las mujeres se
muestran cansadas de ser las muchachas de servicio en la Iglesia, cuando las
religiosas se quejan de que sufren abusos de poder, sumisión y esclavitud,
cuando uno ve que los jóvenes matrimonios han dejado de frecuentar los templos
porque se les ha colocado entre la
espada y la pared, cuando la falta de curas está dejando sin la administración
de sacramentos a una parte importante de la población rural, cuando se
constatan tantas urgencias… uno no puede
menos de pensar que algo hay que hacer para acabar con la sangría porque si no
es así, ésta acabará relegando la iglesia de Cristo a un gueto marginado
La iglesia de la
hora presente tiene una cita con la historia y ojala no suceda lo que sucediera
en el pasado que se llegó tarde a esta
cita y ya no se pudo recuperar lo perdido. El momento que vivimos es decisivo y
más que de teólogos eruditos lo que hoy
necesitamos son testigos audaces, sembradores de conmiseración evangélica,
alegría y esperanzas. Francisco podía ser uno de ellos si todos le ayudamos y
le arropamos. En torno a él formando un solo cuerpo y remando todos en la misma
dirección se podía conseguir el milagro de que sus promesas y esperanzas
pudieran traducirse en hechos. Toca ya,
pensar en ir dando soluciones prácticas conforme a las exigencias evangélicas, al
menos por lo que se refiere a aquellas cuestiones más urgentes, que sin duda “haberlas haylas”.