Señor, he contemplado los pasos de tu Pasión
hasta el momento cumbre de tu muerte en la Cruz, y siempre me queda la pregunta:
¿Por qué? Y ¿por qué así? ¿Qué nos quieres decir con tu muerte tan terrible a
nuestros ojos?
Sé que no es ficción el relato del Evangelio, y
sé que Tú no eras un superhombre. Te dolió el desprecio, la dureza de tu
pueblo, la violencia de los soldados, la indiferencia de la gente que te vio
pasar por la calle cargado con el madero, y te creyó malhechor.
Tus sufrimientos no fueron irreales. Pero
dime, ¿qué te llevó hasta ese límite? ¿Cómo pudiste resistir? ¿Qué secreto
llevabas en tu corazón, que te hizo subir al Monte Calvario sin protesta, sin
resistencia, sin defensa?
Tú sabes bien el desconcierto que supone para
nosotros la prueba, el dolor, la enfermedad, la pérdida de un ser querido, la
catástrofe… Ante ellos se dan reacciones muy diferentes, desde la tristeza a la
resistencia; desde la sublimación a la desesperanza; desde la conciencia de
desgracia, a la ofrenda.
Señor, cuando te contemplo muerto en la Cruz,
me pregunto si es posible, humanamente hablando, padecer lo que Tú padeciste y sufrirlo
como Tú lo sufriste. ¿Qué puedo decirle a quien está acosado por circunstancias
adversas, hasta el extremo de sentirse abandonado hasta de Dios?
Leemos en la Biblia que los tres jóvenes de
Babilonia se enfrentaron con el rey, y se arriesgaron, confiando en Dios, a no
adorar la estatua real; que prefirieron ser quemados vivos antes que pecar por
idolatría. Conocemos las actas de los mártires de los primeros siglos del
cristianismo, y de los actuales, y cómo se mantuvieron en actitud valiente, incluso
cantando. Ha saltado a las noticias que un sacerdote se atrevió a entrar en la
catedral de N.D. de París en medio del fuego, para rescatar el Santísimo
Sacramento y reliquias preciosas de tu Pasión y lo han declarado héroe nacional.
Señor, ¿qué fuerza cabe sentir ante la prueba
para afrontarla con serenidad y paz, hasta con alegría? He leído el diario de
la joven judía Etty Hillesum, que escribió pocos días antes de morir en el
campo de concentración: “La vida es bella a pesar de todo”.
Y me viene a la memoria el texto bíblico, que sin
duda conocías: “El Señor me abrió el oído, yo no me resistí ni me eché atrás.
El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes. Tengo cerca a mi defensor,
¿quién pleiteará contra mí? Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?”
Sé que en tu Cruz se encierra la clave para
iluminar la de cada uno. Sé que en tu silencio se encierra el mejor testimonio
de solidaridad ante nuestro dolor. Reconozco que cuando se vive según Dios
quiere, Él se compromete a hacer posible hasta lo que nos parece insuperable.
No me quiero hacer valiente, ni parecer que
estoy sobre el bien y el mal por haber llegado a la santa indiferencia. Te
pido, Señor, ante tu Cruz, que en cada circunstancia en la que podamos estar
más próximos a la experiencia del dolor, nos
trasfundas la fortaleza y la confianza que Tú percibiste como certeza de fe en
el amor de tu Padre.