A la luz a
través de la cruz
Ángel Gutiérrez Sanz
Nadie, ni siquiera los que no pisan la iglesia
durante todo el año, pueden quedar indiferentes
ante la escena de un Dios que sufre, agoniza
y muere, como lo demuestra el hecho de que no son pocos los que se
sienten conmovidos cuando llega la Semana Santa y se visten de luto para asistir
a la procesiones y actos litúrgicos
.Misterio insondable éste de la pasión de Cristo, que nunca podemos
comprender, pero sí podemos abrir nuestro corazón para que se llene de
sentimiento compasivo. No logramos entenderlo, pero si nos conmueve hasta
hacernos llorar. A este misterio se accede más por vía del corazón que del
entendimiento. Siempre que aplicamos la lógica humana para explicar los planes
de Dios nos hacemos un lío que no sabemos por dónde tirar. Los grandes teólogos
no han encontrado una respuesta satisfactoria a la hora de explicar por qué el
Hijo de Dios fue tratado de forma tan cruel
y despiadada. Las palabras se nos quedan cortas cuando tratamos de describir
las terribles escenas de la pasión. Cristo, durante las interminables horas de
su pasión, tuvo que soportar todo tipo de sufrimientos físicos: azotes, corona
de espinas, golpes, bofetadas, fatiga, cansancio, sus benditas carnes desgarradas por los clavos, agotamiento,
huesos descoyuntados y sangre, mucha sangre, todo ello aderezado con la burla,
el desprecio y la iniquidad de quienes contemplaban la escena. Pero esto no fue
todo. Cristo tuvo que soportar un profundo dolor moral y espiritual. Vivió en
toda su intensidad la terrible noche oscura del alma al sentirse abandonado de
Dios.
Quedamos desconcertados y no sabemos qué decir al contemplar a Jesús
abatido en medio de profundas tinieblas, oyéndole pronunciar palabras terribles
“Me muero de tristeza”… “Padre, aleja de mi este cáliz”, “Dios mío, Dios mío
¿por qué me has abandonado”? ¿Acaso Jesucristo no era Dios? ¿Por qué el Padre
no lo escucha y no acude en socorro de su Hijo amado, que le suplica le libre
de este trance? Ni siquiera los evangelistas se atreven a dar una explicación
del abandono de Cristo en estos momentos supremos.
Si ciertamente difícil es responder a la pregunta por qué un hombre bueno
ha de que sufrir una condena, lo es mucho más cuando reparamos que ese hombre
es a la vez Dios, el Hijo predilecto del Padre. Ante nuestros ojos aparece
humanamente injusto, humanamente absurdo, que Dios pudiendo salvar a su Hijo no
lo hiciera. ¿Cómo Dios puede seguir llamándose Padre si pudiendo salvar a su Hijo
suplicante no lo hizo? Tuvo que haber una
poderosa razón, piensan los teólogos. Los más osados, dicen, tal vez, Dios
quiso y no pudo pero si esto hubiera sido así ¿qué tipo de Dios es éste que
quiere y no puede? La aporía a la que
nos conduce nuestro razonamiento construido con nuestras categorías, viene a demostrarnos una vez más que nuestra
lógica no se corresponde con la lógica de Dios, que el misterio está por encima
de nuestra capacidad intelectiva y lo único que podemos hacer en estos días y
durante todo el año, es compadecernos con Cristo ayudándole a llevar la cruz
del mundo. Una cosa no obstante debe de quedar clara y es lo importante. Nada
tan cierto que para Dios debemos ser muy importantes, tanto que llegó a hacerse
uno de los nuestros y compartir nuestros dolores y miserias.
Después de lo sucedido ya no podemos tener duda alguna de que Dios nos ama
infinitamente, sin mérito alguno por nuestra parte y de que está del lado de
las víctimas inocentes que sufren. La prueba fue costosa, pero ahí está. Dios
nos ha dado lo mejor de sí mismo y ha sido bueno con nosotros. Con el dolor y
la muerte de Cristo crucificado quedaban para siempre al descubierto las
entrañas del Dios de la misericordia y esto era importante que lo entendiéramos
nosotros, que somos tan desconfiados y recelosos.
Esta obviedad lo es también para el ateo, que tiene que rendirse ante tal
evidencia. El mismo Albert Camus acaba reconociendo que sería injusto sentar a
Dios en el banquillo de los acusados para pedirle cuentas del dolor en el mundo
y la razón es bien sencilla. No se puede
hacer responsable de las desgracias del mundo, ni cargar su inmenso dolor sobre
las espaldas de quien voluntariamente abandonó su felicidad y renunció a sus
privilegios de la divinidad para bajar a esta tierra a compartir las desdichas
de la humanidad herida. Seguramente por
eso millones de hombres y mujeres, en medio de la crisis religiosa por la que
atraviesan, se resisten a olvidarse del Dios doliente y todos los años por
Semana Santa abarrotan los templos y salen a las calles y las plazas de sus
pueblos o ciudades para ver pasar al Nazareno camino del Calvario, sin poder
reprimir las lágrimas.
Los que hemos crecido a la sombra de la cruz de Cristo, bien sabemos que cuando
nos hemos acercado a besar sus pies nos hemos sentido aliviados y reconfortados.
Es verdad que en el contexto general de
lo que es el cristianismo, el lugar central lo ocupa el Misterio Pascual, que
es el que en definitiva viene a dar sentido a todo lo demás, pues como bien
dice Pablo “si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe” Aún con todo,
a la pasión y muerte de Cristo no podemos verla
solamente como un requisito necesario para que pudiera producirse el
triunfo portentoso del Resucitado. Lo
que quiero decir es que el drama del Gólgota tiene por sí solo un significado
singular. Tan es así que a nosotros los viandantes, que caminamos por este
valle de lágrimas, nos resulta más cercano el Cristo del Calvario que el Cristo
triunfante lleno de poder y majestad. Este para nosotros viene a ser la promesa
que alienta esperanzas de eternidad, aquel en cambio viene a ser el ejemplo de
vida que va delante de nosotros mostrándonos el camino y diciéndonos como hemos
de afrontar los latigazos de la vida sin desesperar. Nuestra humana existencia
no deja de ser una apasionante aventura, pero a veces resulta excesivamente
dura y necesitamos tener cerca a ese Maestro de dolores que fue Cristo.
No podemos olvidar también que el misterio de un Dios que se encarna para luego sufrir y morir en la
cruz está teniendo una especial
relevancia en un cristianismo posmoderno sin dogmas y alejado de toda institución. Lo hemos podido
ver claramente en la vuelta al cristianismo de Vattimo para quien la
Encarnación viene a ser un rebajamiento que
acaba colocando a Dios a la misma altura que el hombre, una especie de debilitamiento
de la divinidad, que en la Biblia se conoce con el nombre de kenosis, por lo
que al desaparecer su carácter absoluto puede mostrársenos débil, como débil es
el hombre y la cultura posmoderna. Después del debilitamiento del Dios
kenótico, el creer para Vattimo vuelve a
tener sentido. Esta especial sensibilidad del hombre posmoderno frente a un
Dios, que por voluntad propia se anonada y muere en la cruz, no deja de ser un
signo positivo en orden a la expresión de un sentimiento religioso, que aún sin
ser cristiano en sentido estricto puede llegar a serlo.