CELIBATO (II)

 

Padre Pedrojosé Ynaraja

 

Podría parecer que soy defensor, o más bien “exigidor” del celibato sacerdotal y no es tal mi convicción. No ignoro qué tanto en la Iglesia latina, como en la oriental o griega, existe el casado que acede al sacerdocio y que es tan fiel a los dos sacramentos, como lo pudiera ser el común de entre los de la Iglesia occidental.

 

En la primitiva Iglesia se presentó el problema de la asistencia a sus pobres. Las dos comunidades jerosolimitanas, griega y hebrea, con idéntica Fe, pero dispar cultura, vivía el conflicto, como hoy en día puede parecer el del sacerdocio, ejercido de las dos formas a las que me vengo refiriendo: en celibato y en matrimonio. La solución en aquellos tiempos, a aquella dificultad, más que sencilla, fue profética. A las dos necesidades, apostolado y caridad, se les asignó dos ministerios diferentes. Algo así, pienso yo, debería decidirse hoy.

 

Pero antes de continuar creo conveniente señalar algún detalle. El candidato al sacerdocio en la Iglesia griega se prepara como un alumno cualquiera en cualquier facultad universitaria. Se enamora o no, de acuerdo con su elección. Acabados sus estudios, pasará un tiempo en que decidirá si quiere casarse o no. Llegado el caso, y si ha matrimoniado, se presenta al obispo y con él habla y expresa sus motivos vocacionales y sus aptitudes. El obispo habla y consulta también con la esposa del candidato. De acuerdo con estas consultas, decidirá o no la ordenación. Según tengo entendido, un joven procedente de una comunidad católica de rito latino, si desea ordenarse en rito oriental, se le exige el celibato.

 

Se escribe bastante hoy en día, y particularmente con motivo del “Sínodo de la amazonia” de la ordenación sacerdotal de “viri probati”. Es evidente que para el servicio ministerial, sacramental y magisterial, nadie mejor que un indígena que esté incardinado en sus costumbres buenas y apropiadas y que seguramente estará casado. Ahora bien, la situación actual en muchos lugares exige una dedicación plena, casi heroica, a la evangelización y aquí sí que simultanear esta vocación con las exigencias familiares, resulta muy difícil. Un compañero de colegio y muy amigo, perteneciente como yo al movimiento scout, fue misionero en la cuenca del Amazonas, creo recordar en tierras colombianas. Fue una labor ejemplar a la que dedicó toda su vida y hasta en sus últimos tiempos, muy delicado de salud, todavía se levantaba de la cama los domingos, para celebrar dos misas, de acuerdo con las necesidades de su alrededor. Nunca le oí decir que hubiera podido ejercer mejor si hubiera estado casado. Estoy seguro que sus múltiples aventuras, encuentros con policías, guerrilla y paramilitares, sin ensuciar su honor, ni renunciar a su vocación, no hubieran sido posibles en el seno familiar.

 

Debo declarar que he conocido sacerdotes casados de vida cristiana y dedicación ministerial completamente correcta, sin olvidar a otro que, habiéndosele dispensado de sus compromisos, me explicaba que con frecuencia, en el comedor de su casa y con la única asistencia de su esposa, celebraba misa. No creo que este segundo proceder merezca defenderse.

 

No hay que olvidar que el matrimonio supone de por sí, la creación de una familia, donde la esposa y los hijos, su alimentación y educación, exigirá unos gastos de los que deben responsabilizarse los conyugues y estar capacitados para serles fieles. La primera dificultad es si están preparadas nuestras comunidades para responder a los desembolsos que tal situación exige, dado que esperan plena dedicación del sacerdote, a su ministerio parroquial.

 

Sin pretender que entre el clero deba existir clasismo, que sí existe, no hay que ignorarlo, lamentablemente, Papa dixit, creo que debería tenerse muy en cuenta, estudiarla a conciencia y decidir de acuerdo con las necesidades que en un determinado lugar existan. La acertada elección de un presbítero casado supone que este sea un varón maduro, equilibrado y responsable. Su labor debe responder a la realidad ministerial y la familiar, cosa difícil, dada la inmadurez de tantos de hoy, interesados más en saber inglés y viajar, que educar su fuerza de voluntad (digo de paso, que esta expresión en la actualidad es desconocida en el argot común).

 

Lo he hablado algunas veces con amigos sacerdotes que residen en oriente próximo. Según me cuentan, en comunidades de rito griego, el “párroco” estará casado y con estudios suficientes. Pero la dirección espiritual, la predicación extraordinaria, el moverse de un sitio a otro respondiendo a situaciones urgentes, está a cargo de presbíteros célibes. Obsérvese que vengo siempre diciendo célibes y no solteros. Sé que un simple soltero, aunque pueda ser sacerdote, puede volverse un solterón, con todas las limitaciones y defectos que tal apelativo significa.

 

(No hay que olvidar el lugar que ocupará el presbítero en su comunidad y la ejemplaridad que se esperará de la familia. Me sitúo ahora en el terreno de la creación artística y me referiré a una película de entre lo mejor que ha dado el séptimo arte. Se trata de una creación cinematográfica de Karl Dreyer titulada “Dies irae”, un excelente film y nada más. No pretendo darle poder demostrativo, pero sí cierta cualidad evocativa. Ciertamente que es inimaginable que unos hechos como los que narra se narran, pudieran suceder hoy en día, pero algo paralelamente semejante, sí. En sus tiempos la vi en pantalla grande, ahora se puede visionar por internet. La recomiendo).

 

Acabo. No hay que olvidar nunca que el matrimonio es un sacramento, que otorga su peculiar gracia, o ayuda divina especial. El celibato es un carisma, “una Gratia gratis data —gratia gratum faciens. Aunque toda gracia constituye un don libérrimo de la bondad divina, entendemos por «gracia gratis data» en sentido estricto — basándonos en Mt 10, 8 («gratis accepistis, gratis date»)— aquella que se concede a algunas personas para salvación de otras. Tales son los dones extraordinarios de lα gracia (los carismas; v.g., profecía, don de obrar milagros, don de lenguas; cf. 1 Cor 12, 8 ss.) y los poderes ordinarios de la potestad de orden y jurisdicción. La posesión de estos dones no depende de las cualidades personales y morales de su posesor (cf. Mt 7, 22 s; Ioh 11, 49, 52). La «gratia gratum faciens», o gracia de santificación, se destina a todos los hombres y es conferida para la santificación personal”. De acuerdo con ello se debe decidir.