Sentencias buenas y sentencias
malas
P. Fernando Pascual
29-3-2019
Los jueces dictaminan según lo
que alcanzan a entender en cada caso. A veces aciertan, a veces se equivocan.
Que haya errores es parte de
la experiencia humana. Pero en un error cometido por los jueces hay daños más o
menos graves, al condenar a un inocente o al absolver a un culpable.
Como no se pueden evitar esos
errores, cada juez está llamado a un serio trabajo para analizar bien los casos
que se le presentan y buscar el camino que permita castigar a los culpables y
ayudar a las víctimas.
Cuando las sentencias son
buenas, quien recibe un justo castigo puede asumirlo de manera que le permita
una regeneración, un camino para recuperar su vida ética y reparar por los
daños causados a otros.
A la vez, las sentencias
buenas ofrecen a las víctimas apoyo, reparaciones, caminos para superar los
daños recibidos. Queda siempre, además, abierta la opción de un gesto magnánimo
con el que perdonen a los culpables.
En cambio, cuando una mala
sentencia castiga a un inocente, entonces se produce un triple daño: en el
inocente injustamente castigado, en el culpable que permanece sin castigo, y en
la víctima que no alcanza la reparación completa.
Las malas sentencias se
originan por la complejidad de algunas situaciones, por la dificultad en
obtener pruebas suficientes, por la habilidad de algunos abogados más
preocupados por defender a sus clientes que por alcanzar la justicia.
También hay malas sentencias
cuando un juez se deja llevar por sus pasiones, por sus intereses, o por miedo
a los medios de comunicación social y a las amenazas de grupos criminales.
En un mundo donde resulta tan
fácil equivocarse por falta de claridad o por actitudes deshonestas, las malas
sentencias siguen provocando daños que resultan difícilmente reparables.
A veces el paso del tiempo
desvela errores del pasado y permite aliviar esos daños. Pero otras veces el
mundo presente parece cerrado a cualquier camino hacia la justicia auténtica.
Por eso, como explicaba el
Papa Benedicto XVI, necesitamos esperar en un Juez, Dios, que, más allá de los
límites humanos, restablezca tras la muerte esa justicia que anhelamos en lo
más íntimo de nuestros corazones.
Ese Dios es plenamente justo a
la hora de castigar a quien muere adherido a su injusticia. Y es también
misericordioso con los que se arrepienten de sus maldades y buscan, ya en esta
vida, reparar por los daños causados a sus víctimas.