Libros y vida cristiana

 

Padre Pedrojosé Ynaraja

 

Con los libros pasa como con otras tantas cosas de nuestro mundo capitalista, se ponen de moda y luego rápidamente se olvidan, usar y tirar, como es costumbre, sin que hayan podido germinar en el interior del hombre, para dar fruto posteriormente.

 

No ocurría así antiguamente. Quiero retroceder a tiempos anteriores al descubrimiento de la imprenta. Poseer un libro era un privilegio que se añadía al más elemental de saber leer. Era algo tan apreciado como hoy en día ser propietario de una casa con garaje, jardín y su correspondiente vehículo 4x4.

 

Aun en tiempos muy posteriores, pienso en mi infancia y juventud, los libros enraizaban en la propia personalidad y la conformaban, creando inclinaciones espirituales y siendo muchas veces motivo de descubrimientos anímicos, vocaciones y conversiones personales.

 

RIEGO PERIÓDICO

 

Algunos libros eran de uso frecuente y común, suponían para el alma algo semejante al riego periódico que reciben las plantas. Marcaban estilos de temporadas más o menos extendidas, más o menos profundas. Algunos aparecían sin saber cómo y despuntaban entre todos los demás, llegando a apartar lecturas bien aceptadas. Pongo ejemplos. La “imitación de Cristo”, de Tomas de Kempis, estaba en cada casa, se leía a ratos, en el domicilio o en la iglesia, como no faltaba el Crucifijo en el dormitorio, la Santa Cena en el comedor o el rosario en el bolsillo. De este libro se hicieron muchas ediciones, en diverso papel y encuadernación y diferentes tamaños. Libro de bolsillo o ejemplar diminuto. Han ido a parar a mis manos unos cuantos ejemplares que no me atrevo a tirar y que, cada vez que veo alguno, recuerdo que fue herramienta de lectura espiritual, sin que retenga alguna frase que quedase marcada en mi memoria y a la que pueda atribuir alguna trasformación espiritual mía.

 

BERNANOS

 

Estando en el seminario tres libros me prestaron que influyeron mucho en mí. “El diario de un cura rural”, de George Bernanos. Lo leí encerrado en un armario y por la noche, a la luz de algunos cirios. Leer novelas estaba terminantemente prohibido. No importaba que su fondo doctrinal y sus agudas frases se clavaran como un rejón en la mediocridad del seminarista, causando heridas cuyas cicatrices aún perduran en mí y para mi bien. “Dios hablará esta noche” de Jean Marie de Buck. Pese a haberme enamorado antes de entrar en el seminario y gustarme como me gustaban y me gustan las chicas, supuso descubrimientos del alma femenina que nunca había soñado. La mujer como hermana, yo que había tenido el privilegio de tener dos, tal característica o actitud que hasta entonces había ignorado, la encontré leyéndolo con tranquilidad, pues, era época de vacaciones. “Los santos van al infierno” inclinaron mi vocación a la huida del aburguesamiento. Devoré impresionado, al final de la carrera sacerdotal, la obra completa de León Bloy. “El dinero es la sangre del pobre”, escribía este ogro místico, nunca lo olvidaré. Guy de Larigaudie, su inacabado “Etoile au grand large” después de la Biblia, ha alimentado e iluminado mi alma con una espiritualidad alegre, aventurera y sumergida en el ensueño, que puede parecer a algunos inmadurez, pero que es segura Esperanza. La hermanita pequeña que va de la mano de la Fe y la Caridad, como dice Charles Peguy.

 

PEREGRINO RUSO

 

Me enviaron un día de Ginebra, como primicia aparecida en lengua francesa, “Relatos de un peregrino ruso” lo engullí en un día. Todavía tengo algunos ejemplares en un rincón de la biblioteca, preparados para regalar a quien se lo merezca o convenga. Su lectura, el trasfondo geográfico e histórico en el que está escrito, los consejos que el starets da al peregrino ruso, son un vaso de agua fresca espiritual, para el que atraviesa el desierto a veces monótono de la historia humana. Leer este libro fue para mí un fenómeno semejante al que acontece cuando estando mirando una imagen fotográfica y se mueve, descubre uno que es una holografía: nada cambia, pero mucho se añade y enriquece. Empecé en aquel entonces a entender que la Iglesia, como el cuerpo humano, respira con dos pulmones: el occidental y el oriental. O griego y latino, como quiera llamárseles.

 

(Me doy cuenta ahora de que del esquema que en mi mente tenía preparado para el reportaje de esta semana he redactado algo así como la mitad y no dispongo de más tiempo para continuarlo. Lo dejaré para la próxima y que el director incluya las ilustraciones que le he enviado para el conjunto. Continuaré complementando lo hasta ahora escrito).