Mandamientos y espiritualidad
P. Fernando Pascual
1-2-2019
Según una crítica más o menos
reciente, la Iglesia católica insistiría mucho en vivir los mandamientos y
ofrecería poca espiritualidad a los bautizados para cumplirlos.
La crítica es errónea, pero
permite reflexionar sobre un aspecto central de la vida cristiana: el encuentro
con Cristo.
Porque no somos católicos
simplemente para vivir según ciertas normas, para guardar los mandamientos,
para alcanzar un buen nivel ético.
Somos católicos porque antes
hemos descubierto el Amor tan grande que Dios nos tiene y que se ha manifestado
en la Encarnación del Hijo.
"En esto consiste el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos
envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos
amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros" (1Jn
4,10‑11).
Lo primero, siempre, es
dejarse amar. Solo quien se siente amado, quien descubre que sus pecados atraen
la mirada misericordiosa de Dios, puede iniciar un cambio de conversión
radical.
Sin ese descubrimiento,
seguramente podremos realizar obras buenas, pero no llegaremos a la plenitud
del amor ni comprenderemos el sentido completo de la existencia humana.
Además, frente a tantas
debilidades, pecados, injusticias, necesitamos descubrir que sin Dios no somos
capaces de empezar una nueva vida, y que ese Dios vino al mundo para
desvelarnos el Camino hacia el amor verdadero.
"En efecto, cuando
todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los
impíos" (Rm 5,6). Desde ese momento, los
débiles empezamos a tener una fuerza interior maravillosa.
Por eso, un buen católico
nutre su corazón desde la verdadera espiritualidad, desde la acogida de Dios
que viene y mendiga nuestro amor, y que provoca cambios antes insospechados.
Vivir los mandamientos,
trabajar por el bien de la Iglesia y de los hombres, anunciar el Evangelio a
los que no conocen a Cristo, son simples consecuencias de una espiritualidad
rica, que nace de la experiencia del amor.
Es entonces cuando podemos
hacer nuestras las palabras de San Pablo: "y no
vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en
la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo
por mí" (Ga 2,20).