TELÉFONO
Padre
Pedrojosé Ynaraja
Conozco el teléfono desde muy joven,
me refiero a su tecnología, aunque por aquel entonces no le hubiera dado ese
nombre a lo que yo sabía. Mi primera conversación, parece mentira, no la tuve
hasta los 13 años y la segunda un año después.
Ya sacerdote y situado, conseguí línea
telefónica al cabo de 2 años de haberlo solicitado. Así eran las cosas. Mucho
más rápido fue mi incorporación al inalámbrico. Decidí comprar uno cuando
todavía el monopolio de Telefónica no lo permitía. Fue este el motivo. Estando
en La Llobeta y conversando una noche seriamente con
una persona llegada de la gran ciudad, que me pidió salir al bosque, pues se
sentía agobiada encerrada en una habitación, alguien a las 12 necesitaba mi
ayuda espiritual y me llamó por teléfono. No oí el timbre y más tarde me
reprochó no haberle atendido. Compré uno, más tarde otro de gran potencia y
mucho más caro, era capellán del Montanyà y desde
allí debía estar a disposición de quien me precisara. No lo lamenté, un día
solicitaron que fuera a Barcelona a administrar la Unción de los enfermos y
pude cumplir.
Por especiales circunstancias, durante
unos años ejercí mi ministerio por correspondencia, la ayuda, la practiqué casi
exclusivamente por este sistema. De aquí a hacerlo por teléfono fue un paso
fácil de dar.
El prólogo lo he escrito para que se
comprenda lo serio que para mí es el cacharrito.
Con las nuevas tecnologías uno puede
conversar con personas que vive en otro continente y prácticamente gratis. Lo
sabe muy bien cualquier quinceañero o quinceañera. Puede hacerlo cualquiera.
Difícilmente se encontrará a alguien que no posea un móvil o celular.
Desgraciado y el hazmerreír de todos se considerará quien no lo tenga.
El primer móvil que adquirí lo
conectaba solo cuando salía de casa, se trataba de estar siempre localizable.
Cambiaron las cosas, se abarataron las
cuotas y ahora difícilmente será encontrar a alguien que no lo tenga. Ahora
bien ¿podemos someter el artefacto a examen, con criterios evangélicos?
No voy a extenderme en comentar
aspectos técnicos del teléfono, que abstenerme de hacerlo me cuesta, no hay
duda, pero tampoco es oportuno hacerlo. Comentaré únicamente ciertos aspectos
de la vida ordinaria, refiriéndolos a aspectos de comportamiento con criterios
cristianos.
Nadie está obligado a tener teléfono,
sea de la clase que sea, ahora bien, si uno contrata una línea, le asignan un
número y lo facilita a los demás, significa que está dispuesto a atender a
quien le llame, que tiene su mente y su corazón abierto a los demás. Ciertas
personas se reservan facilitarlo a todo el mundo, lo comunican exclusivamente a
su familia. El teléfono es una precaución que toman, para posibles casos de
peligro. Tal proceder es perfectamente correcto y respetable.
Lo que no es apropiado es tenerlo
apagado siempre, llevarlo oculto de manera que la señal sonora no pueda
escucharla, o abstenerse de contestar, porque no quiere que le molesten. Es
algo semejante a facilitar el domicilio y luego no revisar el buzón.
Pero también hay un aspecto que, pese
a parecer trivial, no responde a una actitud cristiana. Mas
que situarme en el terreno de los principios, lo haré en el de la práctica
ordinaria, derivada tal vez de situaciones ancestrales, aquellos tiempos en los
que llamar por teléfono y mucho más si se trataba de a grandes distancias,
suponía concertar conferencia telefónica, que podían tardar en concederla horas
y abonar elevado importe. Una tal llamada tenía preferencia sobre la
conversación que uno pudiera mantener con alguien físicamente próximo.
Se da el desagradable caso de
abandonar un diálogo, una sincera confidencia, o una entrevista interesante,
pues suena el teléfono y se atiende a quien llama, prefiriéndole al que está
presente y que, habiéndose entregado al lejano interlocutor, zumbe el timbre
del móvil y de inmediato se corte el coloquio, diciendo sencillamente: tengo
que dejarte porque me están llamando por la otra línea. La reflexión invita a
examen de conciencia.
Nombres como Edison, Morse o Bell están
íntimamente relacionados con la electricidad y sus aplicaciones. El telégrafo
permitió la comunicación a grandes distancias. Mediante puntos y rayas podía
trasmitirse una llamada de socorro, el famoso SOS, o los sentimientos
personales más íntimos. Podía uno decir que alguien había muerto o comunicarle
su amor.
Tal invento lo perfeccionó Bell y
Marconi permitió desentenderse de los cables. El radioteléfono con sus
limitaciones, culmino con los walkie talkie.
Por otra parte, se descubrió la manera
electrónica de calcular rápida y complejamente. Los primitivos ordenadores
exigían grandes espacios y temperatura controlada, tal complicación termino con
los P.C. La unión de tales artilugios dio paso a los Smartphone. Quien lo
posee, sea quinceañero o adulto, técnico o total ignorante de electrotécnica e
informática, lleva consigo todo lo que necesita para vivir al día, o así lo
piensa. Soy uno de ellos, uso PC, móvil y tablet. Me
comunico con personas, leo la prensa y rezo con ellos. No he olvidado mi asombro
ante el proceder de los inventores que han logrado que con este minúsculo
objeto, sea capaz de tantos progresos.
Ahora bien, los inventores,
generalmente, se sirvieron de manipuladores de sus intuiciones. Que Bell
pudiera fabricarse él mismo un micrófono, no exige que Steve Jobs (el diseñador
del IPod y del iPhone, equivalente en la práctica a los Smartphone de Android)
manipulen los múltiples componentes y mucho menos que vayan por el mundo
escogiendo, manipulando y trasformando minerales que encierra la corteza
terrestre). Esta última labor es propia de mineros que con frecuencia trabajan
de manera infrahumana y, aun peor, a edades infantiles y en condiciones
míseras. Baste mencionar el coltán ya hablaré.
Y aquí quería llegar. Ante un celular
uno debe sentir el respeto que merecen tales tareas, admirar el talento que
Dios ha dado a los hombres e indignarse y responsabilizarse de las injusticias
que en él se encierran.