El agua y las guerras
P. Fernando Pascual
21-12-2018
En los últimos años algunos
analistas avisan del peligro de guerras futuras a causa de la escasez de agua.
Esos análisis subrayan,
correctamente, la importancia del agua para las necesidades básicas del ser
humano y para ámbitos como la agricultura y otras actividades de mayor o menor
relevancia.
Suponen también, y aquí vale
la pena detenerse, que la carencia de un bien básico desencadena tensiones y
conflictos que provocan guerras.
Una mirada a la historia y a
algunas situaciones presentes evidencia cómo ha habido y hay guerras que surgen
desde el deseo de poseer bienes humanos de mayor o menor importancia.
Guerras por el petróleo,
guerras por el "espacio vital", guerras por el control de territorios
fértiles, guerras por motivos comerciales. La lista podría ser mucho más larga.
Por eso, los analistas que
avisan del riesgo de futuras guerras para controlar el acceso al agua potable
cuentan con motivos poderosos a favor de su teoría.
Olvidan, sin embargo, que las
guerras para controlar bienes no surgen solo por ese motivo, sino desde uno más
profundo y más grave: la actitud prepotente de querer controlar a otros pueblos
a través de la violencia por numerosos motivos.
Esos motivos pueden tener una
apariencia de justicia, por ejemplo cuando los líderes de un pueblo inician una
guerra de liberación. Pero incluso en esos casos, el uso de la violencia no
surgió simplemente a partir del deseo de libertad, pues millones de seres sin
libertad no reaccionan con violencia ante los tiranos.
La raíz más profunda de toda
guerra está en la suposición de que el uso de la fuerza mejora las cosas, de
que la derrota del "adversario" permite obtener beneficios.
Esa suposición puede ser
válida cuando las exigencias de la justicia no han podido ser atendidas por
vías pacíficas y solo queda rebelarse contra un tirano o un pueblo opresor,
cuando hay garantías suficientes de victoria y la suficiente atención a no
provocar más daños que beneficios.
Pero esa suposición es injusta
si una "mejora" que puede lograrse pacíficamente se persigue a través
del recurso a la guerra, donde sufren no solo los soldados sino miles de
inocentes que tienen que pagar por culpa de las decisiones agresivas de unos o
de otros.
La carencia de agua, un
fenómeno que ha ocurrido tantas veces en el pasado y que se repite en terribles
sequías que se producen también en el presente, explica la angustia y las
tensiones de los sedientos y de quienes tienen que ayudarles, pero no es
suficiente para que se llegue a la terrible opción de la guerra.
Frente a quienes avisan que
habrá guerras ante futuras sequías de nuestra planeta hay que responder que
tales guerras pueden ser evitadas desde planes a favor de los necesitados y
desde actitudes de profundo amor a la paz, que evitan aumentar los males que de
por sí ya son graves por la falta de bienes básicos.
La falta de agua no es, pues,
una causa automática de guerras. Esas surgen cuando hay corazones heridos por
el pecado, la ambición, la ira, que buscan satisfacer ciertos deseos a costa de
la vida de inocentes.
Al revés, la falta de agua no
provocará guerras si las personas promueven caminos de apoyo mutuo y programas
concretos para ayudar a quienes necesiten ese bien tan necesario. Y si, en las
situaciones extremas de sequía, una actitud pacífica y llena de confianza en
Dios, acepta la contingencia humana que explica tantas carencias durante la
vida terrena.
Los males que se produzcan en
una sequía, desde la sed intermitente hasta la falta de cosechas, serán
asumidos en paz y sin injusticias. En ocasiones culminarán con la muerte, que
pudo haber sido evitada con medidas adecuadas, pero que jamás podrá ser
eliminada del horizonte de la aventura humana.