Lo que se rompe
P. Fernando Pascual
14-12-2018
Las cosas se rompen. Por
accidente, por desgaste, por motivos imprevistos. Lo que se rompe, a veces
puede ser arreglado. Otras veces termina en un cubo de basura.
Un jarrón, un vaso, una
computadora, una pieza del coche, un móvil, un libro, un dedo: cada ruptura es
diferente y provoca reacciones según nuestra relación con el objeto en
cuestión.
Después de la ruptura, llega
la hora de evaluar daños. Si hay arreglos posibles, calculamos los costos y el
resultado esperado.
Si la ruptura es irremediable,
analizamos si es posible una sustitución, aunque para algunos ámbitos eso
resulta impensable.
¿Por qué se rompen las cosas?
Por su fragilidad. Y porque nosotros mismos no siempre somos prudentes. Por
culpa de uno mismo o de otros, un movimiento mal ejecutado arrojó al suelo una
pantalla o un cuadro de la pared.
Detrás de cada objeto roto,
percibimos una contingencia radical de todo lo que forma parte de nuestro
mundo. Las cosas, incluso las personas, están sujetas a la erosión, a los
golpes, al desgaste, al paso inflexible del tiempo.
Por eso, parece absurdo
aferrarse a un aparato electrónico o a unos zapatos, cuando tarde o temprano
puede ocurrir eso que tanto tememos: la ruptura.
Cristo, en el Evangelio, nos
enseña a no amontonar bienes materiales, a reconocer que la polilla o la
herrumbre amenazan tantas cosas, a temer a ladrones que nos arrancan lo que
pensábamos seguro (cf. Mt 6,19-21; Lc
12,33).
Al mirar lo que se rompe,
desapegamos nuestro corazón de los bienes terrenos, aprendemos a reconocer que
solo sirven cuando son usados para el bien, y confiamos sencillamente, como
hijos, en la Providencia del Padre de los cielos.