La Meditación ante la muerte de San Pablo VI
P. Fernando Pascual, L.C.
Introducción
«Si la vida fuese una creación nuestra,
podríamos considerarla un derecho inalienable. Ya que la perdemos, la muerte es
la demostración de que la vida nos ha sido dada. Pero el Amor, Dios, es fiel.
No retira su don. En el instante en el que experimentamos a fondo nuestra
miseria, el hecho de que no somos dueños de la vida, Dios nos confirma para
siempre cuanto nos ha dado»[1].
Estas líneas, entresacadas del comentario de Enzo Giammancheri a la Meditación
ante la muerte y al Testamento del Papa Pablo VI, nos colocan frente
a un problema de actualidad perenne: el misterio de la vida humana. Los grandes
avances científicos, con las posibilidades técnicas que se ofrecen tanto para
la concepción de nuevos seres humanos in vitro como para el
adelantamiento supuestamente indoloro de la muerte nos deben llevar a una
consideración profunda sobre el misterio del hombre, precisamente a la luz del
hecho de la muerte.
Nos acercamos a Pablo VI, canonizado por el Papa Francisco el 14 de
octubre de 2018, para reencontrar a través de su Meditación ante la muerte
una luz sobre la existencia humana, muchas veces herida por la confusión, la
duda, el frenesí, el vacío. Las páginas manuscritas de ese texto, cuya datación
concreta nos es desconocida, ofrecen el coloquio de un Papa que, desde la
lámpara de la fe, mira y afronta las realidades fundamentales de la existencia
en Cristo: la vida y la muerte, el pecado y la gracia, la vocación al servicio
de la Iglesia en la debilidad de la carne, y el camino de espera anhelante
hacia el encuentro con el Señor que viene. Todo va adquiriendo un impulso
creciente, un fulgor deslumbrante, un vértigo de ansiedad confiada: parece un
camino desde la luz hacia la Luz.
Las ideas de la Meditación ante la muerte no son meteoritos
fugaces, sino reflejos de convicciones profundas, maduradas en la fe. Las
escribió Pablo VI, pero las puede asumir cada hijo de la Iglesia, en la
conciencia de la grandeza del amor de Dios, que hace maravillas en las vidas de
quienes se prestan a seguir las huellas de Cristo.
1. Ante el misterio de la muerte
La Meditación ante la muerte empieza con la consideración
acerca de la muerte, «maestra de la filosofía de la vida»[2]. Ella
nos enseña a afrontar las preguntas fundamentales de la existencia humana, «yo,
¿quién soy?, ¿qué queda de mí?, ¿adónde voy?». Además, nos pone ante los
compromisos morales: «¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?»
Son preguntas asequibles a todos los hombres, afrontadas largamente
por los filósofos y pensadores de las distintas edades del mundo. Y es que
sigue siendo verdad que solo a la luz de la muerte, de mi propia muerte, la
vida puede adquirir un sentido más pleno.
Desde luego, el cristiano puede enfrentarse ante el misterio de la
muerte con una ventaja infinitamente mayor que la de cualquier otro hombre. Si
ya entre los poetas griegos hubo quien pensaba que lo mejor es no nacer, y si
uno ya había nacido entonces lo deseable sería adelantar la hora de partir al
más allá, para los cristianos la lámpara de Cristo ofrece un horizonte de
esperanza y de alegría:
«Y veo que esta consideración suprema no
puede desarrollarse en un monólogo subjetivo, en el acostumbrado drama humano
que, al aumentar la luz, hace crecer la oscuridad del destino humano; debe
desarrollarse en diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde
ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el
gran paso. Creo, Señor».
La muerte es vista, por tanto, como el tema clave de la existencia del
hombre y, a la vez, como un misterio que Cristo ha iluminado con su Muerte y
Resurrección. No se trata de afrontar estoicamente la realidad del propio
morir, sino de contemplar la conclusión inevitable de esta caduca vida temporal
en diálogo, en conversación confiada y cordial con Aquel que rompió las cadenas
de la muerte y ofreció un nuevo sentido a la vida humana[3].
Pero siempre la muerte suscita una borrasca de impresiones en todos
los que nos sentimos afectados por ella, y más si alcanza al Sumo Pontífice. Es
sobrecogedora y profética una carta en la que Giovanni Battista Montini, cuando
era un joven sacerdote, externaba sus sentimientos ante la noticia de la muerte
de Benedicto XV:
«Cómo es solemne y desastrosa la muerte vista
en un Papa. Se tiene la impresión inconsciente de estar delante de una muerte
simbólica, pues el más grande enigma humano, la muerte, viene a cubrir
finalmente también al Pedro que se declara vencedor de la muerte y dueño y
testimonio del más allá. Toda la multitud que pasa y contempla y no se sacia y
parece querer espiar a través de los párpados cerrados algún rayo escondido del
alba eterna: mira y piensa a lo lejos; ni siquiera reza, porque cree que la
oración haya terminado en un triunfo. Pasa y ya no habla, casi como para no
despertar al que duerme. Pedro, ¿por qué duermes? »[4]
2. Un canto a la vida
Pablo VI presentía, al escribir su Meditación, su próxima
partida, «para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes
dificultades». La frase surgía del corazón de un Pontífice que había sufrido,
había luchado y había amado a la Iglesia, pero que se sentía débil e impotente
para afrontar los retos y los problemas de su época.
La esperanza cristiana no defrauda: con el pasar del tiempo llegó a la
silla de Pedro un Papa eslavo, lleno de vigor, de entusiasmo y de alegría; pero
que al escoger su nombre, a la vez Juan y Pablo, no renunciaba a la herencia de
sus predecesores: la asumió en el dinamismo de la historia de la fe.
El Papa Montini siente que es el momento de mirar hacia atrás, de
entregarse a una conmovida contemplación de lo que había sido su paso en este
mundo, su vida como ser amado por el Padre. Acoge y ama al universo en un amor
similar al de San Francisco de Asís:
«Ni menos digno de exaltación y de estupor
feliz es el cuadro que circunda la vida del hombre: este mundo inmenso,
misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de
tantas bellezas, de tantas profundidades. Es un panorama encantador: parece
prodigalidad sin medida. Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de
no haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto merecían
las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del macrocosmos y
del microcosmos».
San Pablo VI se conmueve y se lamenta de no haber aprovechado a fondo
la contemplación del escenario del mundo. Con la mirada de la fe, a la luz de
la lámpara de Cristo, se descubre la gran verdad: «todo es don; detrás de la
vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría: y después, lo
diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) (está el Amor!»
Son exclamaciones de un enamorado: un enamorado que descubre la sombra
y la figura del Amado en medio de las montañas y los valles, los mares y los
ríos, los campos listos para la siega y el cielo estrellado. En esta
perspectiva todo cristiano puede amar, con más intensidad que cualquier otro
hombre, esta vida mortal, y aprovecharla como camino que lleva al encuentro
definitivo y eterno con el Señor.
Este mundo es, según nuestro texto, un reverbero, «un reflejo de la
primera y única Luz: es una revelación natural de extraordinaria riqueza y
belleza, que debía ser una iniciación, un preludio, un anticipo, una invitación
a la visión del Sol invisible, quem nemo vidit unquam (cf. Jn 1,18)».
La vista del creyente comienza a gustar aquí abajo la compañía del Padre
que nos llama, y rompe las fronteras del espacio y del tiempo para colocarse ya
aquí en la felicidad que aún no podemos disfrutar plenamente. A esta
luz adquiere nuevo sentido el dolor, y se comprenden mejor las angustias y
sufrimientos de los hombres, instantes transitorios en el caminar hacia el
lugar del anclaje definitivo.
Por eso Pablo VI puede cantar, con júbilo explosivo, que «esta vida
mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus
sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre
original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con
gloria: ¡la vida, la vida del hombre!»
El siervo de los siervos de Dios ya estaba maduro en vistas a este
encuentro con el Señor cuando le sobrevino la muerte la tarde del domingo 6 de
agosto de 1978[5].
Inició así la plenitud de vida y de gratitud que había anticipado en esta vida
presente. La misma idea que encontramos en la Meditación ante la muerte
se haya en el Testamento, publicado solo en el primer aniversario de su
fallecimiento. Son las últimas palabras con las que nos quiso hablar el que
fue, durante 15 difíciles años, el guardián del depósito de la fe, en medio de
las tempestades que por todas partes arreciaban:
«Por eso, ante la muerte, ante la total y
definitiva separación de la vida presente, siento el deber de celebrar el don,
la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te
agradezco que me has llamado a la vida y, sobre todo, que haciéndome cristiano,
me hayas regenerado y destinado a la plenitud de la vida. [...] A ti, Roma,
diócesis de San Pedro y del Vicario de Cristo, queridísima para este último
siervo de los siervos de Dios, va mi bendición más paternal y más plena, para
que Tú, Urbe del Orbe, recuerdes siempre tu misteriosa vocación, y con
sabiduría humana y con fe cristiana sepas responder, mientras dure la historia
del mundo, a tu misión espiritual y universal»[6].
3. El misterio del pecado
La Meditación ante la muerte ha alcanzado una cumbre de poesía
lírica y de gozo exultante en el canto a la vida, la vida del hombre. Pero,
como en el relato del Génesis, aparece la sombra del pecado. Ese pecado,
que rompe la armonía galáctica, que entra en la historia de la humanidad como
un accidente inesperado, es capaz de destruir la más hermosa convivencia
familiar, de quebrar los cristales que entretejen las bellezas cósmicas. Ese
pecado no es solo el daño que me produce la falta ajena: forma parte de mi
misma existencia, como un tumor desagradable que se regenera y expansiona
continuamente. Así lo afronta Pablo VI:
«Aquí aflora a la memoria la pobre historia
de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e
inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero
podré ver un día y "cantar eternamente"); y, por otro, cruzada por
una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan
defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. Tu scis
insipientiam meam (Sal 68,6)».
La mancha del pecado, ese compañero desagradable en nuestro camino por
la vida, no perdona a nadie. Llega en los momentos de alegría o de tristeza, en
las horas de paz como en la lucha, cuando el reconocimiento de los demás nos
encumbra o cuando caemos en el olvido o el desprecio. Toca a casi todos los
miembros de la Iglesia, y nos permite presentarnos ante Dios con la única
credencial que nos puede abrir las puertas de los cielos: la oración del
publicano arrepentido (cf. Lc 18,9‑14).
«Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me
humilla a mí mismo y te exalto a ti, Dios, "cuya naturaleza es bondad"
(san León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y
verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el
nombre que prefieres: eres Padre».
Esa misma experiencia del Vicario de Cristo ha sido recorrida por los
millones de hombres salvados gracias a la Cruz y la Resurrección, y no puede
ser ajena a la vida del hombre de nuestro tiempo. Pablo VI evoca la síntesis de
San Agustín para iluminar la experiencia de la propia vida:
«Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan
necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me
parece suprema la síntesis de San Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía,
misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de
infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia».
Si al arrepentimiento sigue la gratitud al Señor, rico en
misericordias, a la gratitud sigue un compromiso sincero de trabajo y de lucha.
Así lo expresa la Meditación ante la muerte:
«Y luego, finalmente, un acto de buena
voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente,
humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las
circunstancias en que me encuentro. Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer
gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis
fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora».
La experiencia del perdón se convierte en compromiso cristiano, en
esfuerzo por cumplir en todo y siempre la Voluntad de Dios. Esta es la lógica
del amor, como cantamos en el Adeste
fideles: Sic nos amantem, quis non redamaret? Este es el dinamismo
de la conversión.
Así han vivido su condición de perdonados los primeros pilares de la
Iglesia, Pedro y Pablo. Así han alabado a Dios con una entrega apasionada a
Cristo pecadores como Agustín de Hipona o Ignacio de Loyola. Así han vivido
millones de bautizados, conscientes de su miseria y pobreza, pero confiados
siempre en el perdón y en el amor de Dios Nuestro Señor. Así podemos caminar
los católicos de nuestro tiempo, desde la experiencia profunda y cordial del
Amor misericordioso del Padre.
4. El encuentro con Cristo, la Vida
Jesucristo: no hay otro nombre bajo el cual podamos ser salvados, como
indica la Sagrada Escritura (cf. Hch 4,12). El encuentro con Cristo se
convierte en el momento culmen de la experiencia de la misericordia; la gracia
del bautismo significa el inicio de esa aventura de amor, de esa transformación
profunda y total del hombre. Pablo VI lo expresa con emoción incontenible, con
una profundidad propia de un recién bautizado:
«Después yo pienso aquí ante la muerte,
maestra de la filosofía de la vida, que el acontecimiento más grande entre
todos para mí fue, como lo es para cuantos tienen igual suerte, el encuentro
con Cristo, la Vida. Ahora habría que volver a meditar todo con la claridad
reveladora que la lámpara de la muerte da a este encuentro. Nihil enim nobis
nasci profuit, nisi redimi profuisset. Este es el descubrimiento del pregón
pascual, y este es el criterio de valoración de cada cosa que mira a la
existencia humana y a su verdadero y único destino, que solo se determina en
relación a Cristo: O mira circa nos tuae pietatis dignatio. Maravilla de
las maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, la
esperanza, el amor, cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo
creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor».
5. La vocación
Si la sorpresa nos asalta al contemplar el abrazo divino que nos llega
con Cristo en el bautismo, nuestro corazón se estremece y tiembla ante el don
de la vocación al servicio de la Iglesia. Cada vocación es un misterio de amor
insondable, que rompe cualquier esquema de previsiones humanas en favor de un
proyecto incomprensible y sobrecogedor.
Pablo VI recoge en su texto una cita atribuida a San Agustín: «Dios
mío, Dios mío, me atreveré a decir [...] en un regocijo extático de Ti con
presunción: si no fueses Dios, serías injusto, porque hemos pecado gravemente
[...] y Tú Te has aplacado. Nosotros Te provocamos a la ira, y Tú en cambio nos
conduces a la misericordia»[7].
El diálogo se hace más intenso entre el Pontífice llamado y el Señor
de la Vida. Surgen nuevas preguntas, y llega una respuesta llena de confianza y
abandono:
«Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me
has llamado, por qué me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de
mente y de corazón? Lo sé: quae stulta sunt mundi elegit Deus... ut non
glorietur omnis caro in conspectu eius (1Cor 1,27‑28). Y heme aquí a
tu servicio, heme aquí en tu amor. Heme aquí en un estado de sublimación que no
me permite volver a caer en mi psicología instintiva de pobre hombre, sino para
recordarme la realidad de mi ser, y para reaccionar en la más ilimitada
confianza con la respuesta que debo: Amen; fiat; Tu scis quia amo Te».
Toda la Meditación ante la muerte está llena de citas de la
Sagrada Escritura, auténticas pinceladas de un enamorado de Dios. La reflexión
sobre el final de la propia vida arrancó con tres breves pasajes (2Tim 4,6; 2
Pe 1,14; Ez 7,2). La contemplación del mundo y de la vida humana sigue la línea
de la Revelación llevada a plenitud en el Evangelio. El misterio de la vocación
está hilvanado sobre las llamadas de Pedro y de Pablo, pero tiene fijo su
centro en el Maestro.
La vocación debe alcanzar su plenitud en una lucha constante por ser
fieles, en una tensión que no puede detenerse ni en los últimos años de la
propia existencia: el amor auténtico busca la imitación en todo del Amado. «Tendré
ante el espíritu la memoria de cómo Jesús se despidió de la escena temporal de
este mundo». En este momento la Meditación ante la muerte descubre, con
la profundidad de la fe amorosa y agradecida, los aspectos que destacan en la
entrega del Señor: el «todo es don» que Pablo VI cantó al hablar de la Creación
se convierte ahora en el Dios‑don de Sí mismo, por Amor, en Cristo.
«Un aspecto principal sobre todos los otros: tradidit
semetipsum; su muerte fue sacrificio; murió por los otros, murió por
nosotros. La soledad de la muerte estuvo llena de nuestra presencia, estuvo
penetrada de amor: dilexit Ecclesiam[8]
(recordar Le mystère de Jésus de Pascal). Su muerte fue revelación de su
amor por los suyos: in finem dilexit. Y al término de la vida temporal
dio ejemplo impresionante del amor humilde e ilimitado (cf. el lavatorio de los
pies) y de su amor hizo término de comparación y precepto final. Su muerte fue
testamento de amor. Es preciso recordarlo».
Es Cristo el origen de toda vocación. Es Cristo el apoyo de toda
fidelidad. Es Cristo el único que puede llevar a la consumación la propia vida
por amor, como entrega al servicio de la Iglesia, su Esposa. Es Cristo quien
acogerá, cuando llegue la muerte, a todos aquellos que han servido la Misión
por la que también Él vino al mundo y quiso morir en acto supremo de amor.
6. La despedida del Pastor
«Por tanto ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte
próxima don de amor para la Iglesia». La tensión de la Meditación ante la
muerte llega aquí a su conclusión generosa: ante el Amor de Dios que se
dona corresponde San Pablo VI con la donación de la propia vida en el gesto
supremo de la muerte. El amor del Papa es el mismo que el de Cristo: la
Iglesia. «Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi
mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para
otra cosa, me parece haber vivido».
Es el momento para abrir los brazos y el corazón para acoger a la
Amada, a la Iglesia, para contemplarla como es, con sus arrugas y su belleza,
con sus hijos fieles y con los que la afean con sus pecados. Ella es la Esposa
de Cristo, y a Ella va el amor y el corazón de su Vicario:
«Quisiera finalmente abarcarla toda en su
historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y
unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas
y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en
sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor,
de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla,
saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y
sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra;
bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me
confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los
Santos».
La Iglesia es la continuadora del Amor de Dios al mundo, es el
Sacramento de la salvación de Cristo a los hombres. El amor a la Iglesia se
convierte necesariamente en amor al hombre, pues el camino de la Iglesia es el
hombre[9]. Si
Dios, por amor, no perdonó a su Hijo, sino que lo entregó a la muerte, el
Vicario de Cristo, el Sucesor de San Pedro, entrega su vida en el amor a los
hombres, para llevarlos a Cristo, el único Salvador.
La despedida es un saludo, un «hasta luego» lleno de afecto. El mismo
Pablo VI, que con solicitud y celo recorrió los cinco continentes para anunciar
el Evangelio de Cristo, que subrayó en la exhortación Evangelii nuntiandi
la vocación misionera de la Iglesia y la hizo el centro de su vida para responder
«a las necesidades y expectativas de una multitud de hermanos, cristianos o no,
que esperan de la Iglesia la Palabra de salvación»[10], hizo
suya la oración sacerdotal de Cristo en la Última Cena.
Con su ruego, el mismo con el que se cierra la Sagrada Escritura,
cerramos también aquí este pequeño homenaje al Papa de la fe ardiente y
misionera, de la sonrisa y del amor.
«Ahora hay que recordar la oración final de
Jesús (Jn 17). El Padre y los míos: éstos son todos uno; en la confrontación
con el mal que hay en la tierra y en la posibilidad de su salvación; en la
conciencia suprema que era mi misión llamarlos, revelarles la verdad, hacerlos
hijos de Dios y hermanos entre sí; amarlos con el Amor que hay en Dios y que de
Dios, mediante Cristo, ha venido a la humanidad y por el ministerio de la
Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella. Hombres, comprendedme: a todos os
amo en la efusión del Espíritu Santo, del que yo, ministro, debía haceros
partícipes. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A todos. Y a vosotros,
más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con vosotros. Y, ¿qué diré a la
Iglesia a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones vengan sobre ti: ten
conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades
verdaderas y profundas de la humanidad: y camina pobre, es decir, libre, fuerte
y amorosa hacia Cristo. Amén. El Señor viene. Amén».
San Pablo VI, desde el cielo, con todos los santos, ruega por
nosotros.
[1] E. Giammancheri,
en Paolo VI, Pensiero
alla morte, Testamento, Omelia nel XV anniversario dell'incoronazione,
Istituto Paolo VI ‑ edizioni Studium, Brescia 19892, 76. La
traducción al castellano es mía.
[2] Pablo VI, Meditación ante la muerte (versión
española publicada en L'Osservatore Romano, 6 de agosto de 1979). Todas
las citas de las que no se indique su procedencia pertenecen a este manuscrito.
[4] G. B. Montini,
Lettere ai familiari, 1919‑1943, I, 22 e 23 gennaio 1922
(fragmentos), Studium, Roma 1986, 120‑122.
[5] Cf. Juan
Pablo II, palabras en el Angelus, 12 de agosto de 1979,
comentando el testamento de Pablo VI.
[6] Pablo VI, Testamento manuscrito, 30 de junio de
1965, publicado en Paolo VI, Pensiero
alla morte,..., 51 y 53; la traducción al castellano es mía.
[7] El texto, copiado en latín, dice así: «Deus
meus, Deus meus, audebo dicere [...] in quodam aestasis tripudio de Te
praesumendo dicam: nisi quia Deus es, iniustus esses, quia peccavimus graviter
[...] et Tu placatus es. Nos Te provocamus ad iram. Tu autem conducis nos ad
misericordiam» (PL 40, 1150).