La liturgia y la Santa Misa
Martha Morales
Cuando a fines del siglo X el
príncipe Vladimir I de Kiev fue urgido a convertirse a alguna de las grandes
religiones practicadas por su pueblo, mandó a emisarios a diversas ciudades de
su entorno para informarse. Según las Crónicas Rusas, a su vuelta
los enviados expusieron ante la corte sus experiencias: Fuimos
a las mezquitas de los búlgaros, pero n había alegría entre ellos, sólo dolor y
un hedor insoportable. Luego fuimos donde los germanos, y los vimos realizando
muchas ceremonias en sus templos, pero no contemplamos allí la gloria.
Finalmente fuimos a Grecia y los griegos nos condujeron a los edificios donde
ellos adoran a su Dios y no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra.
Porque en la tierra no existe tal esplendor ni tal belleza, y nosotros no
sabemos siquiera como describirla. Sólo sabemos que Dios habita allí con ellos
y que sus servicios son más hermosos que los de las demás naciones, porque n o
podemos olvidar esa belleza. Todo hombre, después de haber saboreado lo que es
dulce, se niega a aceptar después lo que es amargo (Cfr. Gerardo Vidal
Guzmán, Retratos del Medioevo, Rialp,
Madrid, 2008, pp. 46-47).
¡Qué importante es darle lo mejor a
los actos litúrgicos! Se entiende que haya sucedido así en Kiev –actual Rusia-
por la belleza de la cultura bizantina y la reverencia hacia la Santa Misa. En
la arquitectura bizantina perduró la antigua grandeza romana conjugada con la
rica elegancia griega. La pintura y los mosaicos bizantinos con sus fondos
dorados impresionaban a cualquiera, a la par que la música y los inciensos
quemados en honor de Dios.
La presencia de la Virgen en nuestra
vida alcanza su momento culminante, cada jornada, en el sacrificio del Altar.
Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia
real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su
Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María.
Santa María siempre acompañó a Jesús en un silencioso recato por la tierra de
Palestina. En la Misa se advierte, entre velos, el rostro purísimo de María.
María es la Madre del sumo y eterno sacerdote y la madre de todos los
sacerdotes.
En su vida vemos momentos de gozo y
de dolor. Sufrió por San José, hasta que un Ángel le reveló el misterio a su
Esposo. Después, como no había lugar para ellos en la posada de Belén, trajo al
mundo a su Hijo en un establo destinado a los animales. Al final, cuando Jesús
agoniza, la Virgen está al pie de la Cruz, consintiendo en la inmolación de su
Hijo. Ella colaboró libremente a la salvación del género humano.
Si deseamos tener alma sacerdotal,
meditemos su vida. Su presencia junto a la Cruz de Jesús, cumple un
especialísimo designio divino. Los Padres de la Iglesia decían que, lo que
Jesús sufrió en el Cuerpo, María lo sufrió en el alma. Soportó el dolor y casi
la muerte. Es lógico que actúe de modo inefable en cada Misa.
Santa María Margarita escribía: “Jesús
me ha enseñado la forma de participar en la Misa: uniéndome a los sentimientos
de María, su Madre, al pie de la cruz”.
Durante la Pasión, Cristo ve a la
Virgen y se llena de fuerzas. En la Misa se renueva la entrega que Jesús hace
de su Madre, lo más precioso que tenía.
La Santa Misa es el más
poderoso acto de desagravio para expiar los pecados. A la hora
de la muerte, el más grande consuelo será las Misas oídas en vida.
En la Misa, la
eternidad se introduce en el tiempo pero no para destruir el tiempo sino para
poner de manifiesto que el tiempo, todo el tiempo, también el tiempo vulgar
está transido de eternidad, eso es la Misa, redunda en la vida, más aun, ordena
la vida, impulsa a vivir con la verdad que en la Misa se ha manifestado, con la
actitud de amor que en la Misa se ha revelado el amor de Cristo y se ha producido
en nosotros al responder a Cristo (J. L. Illanes).
San Juan María Vianney
predicaba: “Hijos míos, no hay nada tan grande como la Eucaristía.
¡Poned todas las buenas obras del mundo frente a una comunión bien hecha: será
como un grano de polvo delante de una montaña!”. Y continuaba: “Todas
las buenas obras juntas no equivalen al santo Sacrificio de la Misa, porque son
obras de los hombres, y la Misa es la obra de Dios (...) Si el hombre
conociera bien este misterio moriría de amor (...). Sin la divina Eucaristía,
nunca habría felicidad en este mundo”. Por ello decía un santo varón:
“No acomodéis la Misa a vuestro horario sino el horario a vuestra Misa”.
Tihamér Tóth,
escribe: “Una sola Misa tributa a Dios mayor homenaje y respeto que las
oraciones de todos los ángeles del cielo; porque en la Santa Misa no son
ángeles lo que da gloria a Dios, sino que es su Hijo Unigénito quien le rinde
una adoración de valor infinito”.
Una anécdota que sucedió en la Villa
de Guadalupe
Hay miles de favores que la Virgen
hace. Presentamos uno de ellos.
Una doctora mexicana, Selfa Grados, acompañó a una italiana a la Villa porque
tenía que hacer una investigación sobre la Virgen de Guadalupe para su tesis.
Entrevistó a varias personas al azar y quedó muy bien impresionada de la
devoción de los mexicanos. Una de las entrevistadas fue a una señora de unos 35
años. Ésta contó que meses atrás ella estaba desesperada porque tenía mucho
tiempo buscando trabajo y no lo encontraba, así que decidió suicidarse…, pero
antes fue a despedirse de la Virgen. Al caminar para irse, nada más salir de
las bandas donde todavía puede contemplarse la imagen de Nuestra Señora, la
abordó una desconocida y le dijo que si no quería un trabajo. Le ofreció ser
una de las que limpian la Villa. Ella se asombró y estaba muy agradecida con la
Virgen por la pronta solución de su problema.