Es tiempo de reparar
Rebeca Reynaud
Actualmente la devoción más
importante es la de hacer actos de desagravio y reparación a Dios por nuestros
pecados. Reparar es construir nuevamente lo dañado; es obedecer lo que se ha
desobedecido. Reparar es deshacer el mal hecho. Reparar es escuchar lo que
hasta ahora se ha ignorado. Se han hecho agravios al Corazón de Jesús, para
reparar hay que orar con el corazón. La oración lleva a practicar las obras de
misericordia. Reparar es confesarse y volver a empezar; es perdonar si hay que
perdonar. Reparar es acompañar a los seres queridos en su caminar, es decirle
que “sí” a Dios.
El cristiano ha de saber que el
pecado es el único mal. “A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el
pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la
Iglesia y para el mundo entero” (Catecismo de la iglesia Católica, n.
1488). Hoy día se ignoran, se oscurecen y hasta se niegan las consecuencias del
pecado, la debilidad de la naturaleza, inclinada al mal. No se admite la
necesidad de guardar los sentidos o de vivir la prudencia. Jesucristo decía a
sus Apóstoles: “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será
entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a
muerte y lo entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo
azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará” (Marc 10, 33-34). Los
Apóstoles lo escuchaban con temor y desconcierto, pues “no entendían ese
lenguaje y temían preguntarle” (Luc 9,45). El temor
debió de aumentar cuando el Señor les anunció que todo aquello les concernía en
primera persona: “Si alguno quiere venir en pos de mí, Niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero quien
pierda su vida por mí, la encontrará” (Mat 16, 24,25).
Después de veinte siglos, muchos
siguen sin entender estas palabras. No comprenden que el Señor haya derramado
su Sangre para remisión de los pecados, y menos aún que estemos todos a dar la
vida con Él. No entienden que no hay cristianismo sin Cruz.
Escribe San Agustín: “Dios mío,
dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dame,
Señor, una fe sólida, una esperanza abundante, una continua caridad. Te invoco
a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos
perecido nosotros totalmente. Dios, Tú nos avisas que vigilemos. Dios, con tu
gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, Tú nos fortificas para que no
sucumbamos ante las adversidades; Dios, a quien se debe nuestra obediencia y
buen gobierno” (Soliloquia 1,1, 3).
Expiación. En la Sagrada Escritura expiar
significa limpiar o quitar los pecados mediante un sacrificio ofrecido a Dios,
ya sea como purificación de las propias faltas o en reparación por las que
cometen los demás. En el Antiguo testamento, la expiación se hacía con la
aspersión de la sangre de las víctimas que se ofrecían en el Templo. Todo esto
era una figura anticipada del sacrificio de Jesucristo.
Pero el valor de la expiación no
reside en el dolor, sino en el amor. El pecado sólo puede repararse por el
amor. Si éste faltara, de nada servirían todos los sacrificios; en cambio,
mucho vale el sacrificio realizado por amor. Toda la Pasión de Jesús es un
monumento de amor. Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se
hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación
de los hombres (cfr. Hebr II, 10.17-18).
Nuestro Señor es el único mediador
entre Dios y los hombres; “sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de
Cristo no dejarnos en condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su
acción salvadora, y, en particular, en su pasión” (Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium 29-XI-1998,
n. 10).
Si la Redención se llevó a cabo por
la Pasión y Muerte del Señor, también su aplicación a las almas sólo se podrá
realizar por medio de la expiación. La expiación que nos pide el Señor es
pequeña en comparación con la que Él ha padecido por nosotros. Y debe ser así,
pues Jesús vino a la tierra para padecer y para evitar los padecimientos de los
demás. Las obras de expiación que nos permite realizar son materialmente poca
cosa, aunque a una mente pagana todo sacrificio le parezca exagerado.
La expiación no sólo no ha de dañar
a la salud física sino que incluso puede tomar pie de lo que hay que hacer para
cuidarla salud física —unos ejercicios, o una dieta—, que procuramos para
mejorar y servir más.
San Josemaría comprendió con luces
nuevas la realidad del sacerdocio común de los cristianos y, con palabras
también nuevas, llamó alma sacerdotal a la disposición
generosa y habitual de ejercer esa participación en el sacerdocio de Cristo. El
alma sacerdotal consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo Sacerdote,
buscando cumplir en todo momento la Voluntad divina.
La voluntad de Dios ha sido que su
Hijo tomara sobre sí el dolor y la muerte, consecuencias del pecado, para
transformarlas en medio de reparación por el pecado, y que nosotros, hechos
verdaderamente hijos de Dios en Cristo, pudiésemos corredimir
con Él.
Dice el Viacrucis de
San Josemaría: “Has llegado en un buen momento para cargar con la Cruz: la
redención se está haciendo -¡ahora!-, y Jesús necesita muchos cirineos” (V
estación). Este espíritu se ha de manifestar en actos de reparación y de
desagravio. Podemos dar sentido reparador hasta a las acciones más
insignificantes. Levantar un papel del suelo, poner una cosa en su lugar,
aguantar la sed unos minutos, ofrecer el frío o el calor..., y todo con una
sonrisa en los labios y alegría en el corazón.