La libertad es un don precioso
Rebeca Reynaud
“La
libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”, escribía Octavio
Paz. Don Fernando Ocáriz propone mostrar con nuestra
vida “la belleza deslumbrante de vivir con Dios”.
Nuestra
falta de libertad proviene de nuestra falta de amor: nos creemos víctimas de un
contexto poco favorable cuando el problema real se encuentra en nosotros. Es
nuestro corazón el prisionero de sus miedos o de su egoísmo; es él el que debe
de cambiar y aprender a amar. Y hay que comprender también una cosa importante:
nuestra incapacidad de amar proviene muchas veces de nuestra falta de fe y
esperanza (cfr. Jaques Philippe, La libertad
interior, Patmos, Madrid 2004).
La
libertad es menos una conquista del hombre que un don gratuito de Dios, un
fruto del Espíritu Santo recibido en la medida en que nos situemos en una
amorosa dependencia frente a nuestro Creador.
Los
pecados personales debilitan la libertad, sin embargo “el hombre sigue siendo
siempre libre” (Benedicto XVI, Spe salvi, n. 24). El hombre conquista su libertad interior
en la misma medida en que se fortalecen en él la fe, la esperanza y la caridad.
Santo Tomás de Aquino explicaba “que cuanto más tienes de caridad, tanto más
tienes de libertad” (In III Sent, d 29, q an., a. 8, q1a,3s.c.l).
“Nuestra
filiación divina hace que nuestra libertad pueda expandirse con toda la fuerza
que Dios le ha conferido” (cfr. F. Ocáriz, 9-1-2017).
Todo lo que es voluntad de Dios es ley de perfecta libertad, como el Evangelio,
porque toda ella se resume en la ley del amor, y no sólo como norma exterior
que manda amar, sino a la vez como gracia interior que da la fuerza para amar.
“Mi amor es mi peso”, decía San Agustín. El amor que llevamos en el corazón es
lo que nos mueve. La libertad como la vida misma, cobra sentido por el amor
(cfr. Ocáriz, n. 7).
San
Agustín dice: si quieres conocer a una persona, no te fijes en lo que hace y
dice; fíjate qué ama, qué desea. Lo que uno desea es lo que uno es.
Vivir el
Decálogo significa vivir la propia semejanza con Dios, responder a la verdad de
nuestra esencia y, de este modo, hacer el bien. Vivir el Decálogo significa
vivir la semejanza divina del hombre, y en eso consiste la libertad: la fusión
de nuestro ser con el ser divino y la armonía que de ahí se sigue, de todos con
todos (Cfr. CEC 2025-2082). Si el Decálogo es la respuesta a la exigencia
interna de nuestro ser, no puede considerarse el polo opuesto a nuestra
libertad, sino la forma real de la misma. Por tanto, el Decálogo es el
fundamento de todo el derecho de la libertad y la fuerza liberadora de la
historia humana.
Aunque no
siempre seamos dueños del transcurrir de nuestra vida, sí lo somos del sentido
que le damos (Jacques Philippe). No existe ningún
acontecimiento que no pueda recibir un significado positivo y ser expresión de
amor, o transformarse en abandono, en confianza, en esperanza o en ofrenda. Los
actos más importantes y fecundos de nuestra libertad nos aquellos mediante los
cuales nos transformamos, modificando nuestra propia actitud para concederle un
sentido positivo a algo, sabiendo que de cualquier cosa Dios puede obtener un
bien. Lo positivo acaba siendo motivo de alegría y de acción de gracias; lo
negativo, ocasión de abandono en manos de Dios, de fe y de ofrenda (p. 62).
A lo largo
de nuestra vida todos conocemos alguna situación de prueba o de dificultad que
nos afecta, y en la que la solución no está en nuestras manos. Una señora amiga
mía sufría porque no se entendía con su suegra. Después de 14 años descubrió
que la culpa era suya, y rectificó.
San Ireneo
escribía: El hombre es artífice de su destino, puede llegar a Dios o ser autor
de su castigo. La sumisión a Dios lleva al reposo eterno. Dios permite el
pecado para que el hombre glorifique más a Dios al pedir perdón, así se muestra
la magnanimidad de Dios. Ama más aquél a quien más se le perdona. Dios es la
gloria del hombre dice San Ireneo, y el hombre es el recipiente del obrar de
Dios, de su sabiduría y potencia.
Es tal la
naturaleza de nuestra fe que un solo error en un dogma fundamental echa por
tierra no solamente el sistema doctrinal, sino también el modo cristiano de
vida.
En el
Cielo, la libertad alcanzará su plenitud: La de abrazar el amor de Dios. Dios
nos ha dado la libertad para siempre. La libertad nunca acaba en el Cielo,
enfatiza Ocáriz. Nuestro camino hacia allá conduce a
la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Cfr. Rom
8,21).