CICLO  B

TIEMPO ORDINARIO

XXXI DOMINGO

A la pregunta de un letrado sobre cuál es el mandamiento primero de todos, el Señor  contesta hablando de dos mandamientos: el amor a Dios con todo nuestro ser y el amor al prójimo como a nosotros mismos. “No hay mandamiento mayor que estos”. El letrado apostilla: este amor único y doble “vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Ante esta respuesta sensata, dijo Jesús “no estás lejos del Reino de Dios”.

Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables. “Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal” (Benedicto XVI).

Dios es amor, que nos transforma, nos capacita y nos impulsa a amar: a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Este amor nuestro es una respuesta al amor que Dios nos tiene. Dios espera de nosotros un amor efectivo a Él y al prójimo. Esta es la razón de que este mandato-respuesta de amor nunca está cumplido del todo.

Nuestra relación con Dios consiste en obedecerle y cumplir sus mandatos, porque le amamos. Toda la ley se concentra en este mandamiento principal, doble y único. Cumpliéndolo mostramos nuestro amor de hijos a Dios nuestro Padre. Siendo fieles al Dios fiel: “Así sabrás que el Señor, tu Dios, es Dios: el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y guardan sus preceptos” (Dt 7, 8-9).

El amor es la entrega  de uno mismo a Dios y al prójimo, como Cristo. No sólo dar cosas. Hay que amar de corazón, de persona a persona. Si uno dice que ama a Dios y aborrece a su hermano es un mentiroso. El amor a Dios y al prójimo debe ocupar el centro de nuestra fe.

 

El amor vivido así está por encima de los actos de culto o las devociones. ¿De qué serviría la eucaristía o el bautismo si no se ama al prójimo? Dios no es sólo el Dios del domingo. Es el Dios de nuestra vida entera. Este amor “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Evangelio). En Cristo crucificado y en la eucaristía, el amor vivido  y el culto a Dios coinciden, son la misma realidad. Para nosotros la eucaristía debe ser siempre celebración, compromiso y fuente  de ese amor vivido: amor a Dios sobre todas cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Cristo no ha venido a abolir  le ley, sino a darle plenitud. En Jesús los mandamientos conservan su validez plenamente. Lo que cambia es la manera de vivirlos. El cristiano, cumpliendo los mandamientos, está acogiendo  el amor de Dios. Para nosotros toda la ley es la persona misma de Cristo. Así Ch. de Foucauld en sus Escritos Espirituales escribió: “¿Tu regla? Seguirme. Hacer lo que yo haría. Pregúntate en todo: ¿Qué haría nuestro Señor? Y hazlo. Ésta es tu única regla, pero también tu regla absoluta”.

Dios envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. “La ley nueva es principalmente la gracia del Espíritu Santo dada a los cristianos”, escribe Santo Tomás de Aquino. “Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu” (Ga 5, 25). Es el Espíritu del amor (Él mismo es el amor sustancial del Padre y del Hijo). Es la prueba de que somos hijos: “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8, 14).

Los mandamientos de Dios son guías de orientación en el camino de nuestra vida. Cumplimos los mandamientos por fidelidad a Dios, pero también porque en ellos está nuestra felicidad. Dios es amor “sólo sabe ser amor y sólo sabe ser padre” (San Hilario). Y lo que Dios nuestro Padre quiere de nosotros es siempre lo mejor para nosotros. “Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo” (Sal 119).

Estos mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado. Así nuestro amor al hermano debe tener las mismas cualidades que el amor de Dios hacia nosotros. San Pablo llega a afirmar: “Toda la ley se cumple en una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5, 14). Y en la Carta a los Romanos dice: “Quien ama al prójimo ha cumplido la ley…la caridad es la plenitud de la ley” (Rm 13, 8-10). San Agustín escribió: “los diez mandamientos se reducen a estos dos: amar a Dios y amar al prójimo; y estos dos se reducen a este otro que es único: lo que no quieras que se te haga a ti, no lo hagas a los demás. En este último están contenidos los diez y en él se contienen los dos”.

La garantía y la prueba de que respondemos a Dios  tal como Él quiere, de que nos comunicamos con Él en el amor, es la relación fraternal auténtica: “Si alguno dice: amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (I Jn 4, 20-21).

El amor es sobre todo un don. Es como una semilla que el Dios-Amor pone en nuestro ser para que germine y se desarrolle en nuestra vida. “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Decía San Juan de Ávila: “La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor. Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar”.

MARIANO ESTEBAN CARO