El Adviento y la penitencia
Martha Morales
Alguien dijo que bastaría que nos
tomáramos en serio una frase de Jesús para que nuestra vida se orientara por
caminos de salvación. Ojalá nos tomemos no sólo una, sino muchas frases. Una de
ellas es la de hacer penitencia. De ella habló Jesús y San Juan Bautista.
Desde el punto de vista etimológico significa dolerse, tener pena, sufrir,
negarse, entregarse.
Penitencia es aceptar todas nuestras
cruces diarias voluntariamente. No importa que sean pequeñas. Podemos
aceptarlas con amor.
Dolerse tiene dos grandes campos: el
dolor del pecado, la contrición y las mortificaciones pequeñas y voluntarias.
¿Somos personas conscientes de ser pecadores? Es muy sano saberse pecadores y
es necesario convertir el corazón.
Después de la celebración anual del
misterio pascual (esto es, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo),
la Iglesia nada tiene más antiguo que la celebración del Nacimiento del Señor y
de sus primeras manifestaciones. Esta celebración se prepara con el tiempo
de Adviento, que posee una doble índole: es el tiempo de preparación para
la solemnidad de Navidad, en la que se celebra la primera venida del Hijo de
Dios a los hombres, y al mismo tiempo, por medio de esta recordación, el
espíritu se orienta a la espera de la segunda venida de Cristo al final de los
tiempos: esto se llama Parusía. Por estas dos razones, el tiempo de Adviento se
presenta como un tiempo de piadosa y alegre espera.
El tiempo de Adviento comienza con las
primeras vísperas del domingo que coincide con el 30 de noviembre. Los domingos
de este tiempo reciben el nombre de domingos I, II, III y IV de Adviento.
Tenemos siete fuentes de pecado que son
los siete pecados capitales. Dios siempre está abierto al perdón y nos invita a
la contrición. Si los hombres no reconocemos que el mal está en nosotros, le echaremos la culpa a los demás.
Todos los días es muy bueno terminar el
día pidiendo perdón, tengo culpa, no voy a golpear a otro echándole culpas. San
Josemaría decía que hacía a diario de hijo pródigo. El hijo pródigo reconoce su
error. San Pedro también reconoció su error y lloró muchas veces. Dicen que
cada día que oía cantar un gallo, lloraba.
Jesucristo pide a sus discípulos obras
dignas de penitencia, es decir, el sacrificio, la renuncia, la mortificación.
El Señor decía que cada día había que tomar la Cruz, que morir como el grano de
trigo. El cristiano debe buscar la penitencia con alegría. Hay muchos ámbitos
en que negarse. Cuanto más me niego, más feliz soy. Mientras más busco mi
placer, más vacío me siento. Se trata de hacer pequeñas mortificaciones en lo
que Dios me pide: sonreír, servir, vencer la pereza, no perder el tiempo, hacer
mi trabajo, sentarme derecho no medio acostado, hacer amable la vida a los
demás, etc.
El Papa Francisco dijo a los presos en
Filadelfia: Todos sabemos que vivir es caminar. Y por la fe sabemos que
Jesús nos busca, quiere sanar nuestras heridas, lavar nuestros pies de las
llagas de un andar cargado de soledad, limpiarnos del polvo que se fue
impregnando por los caminos... Jesús no nos pregunta por dónde anduvimos, no os
interroga qué estuvimos haciendo. Por el contrario, nos dice: “Si no te lavo
los pies no podrás ser de los míos” (Juan 13,9). Si no te lavo los pies no
podré darte la vida que el Padre siempre soñó, la vida para la cual te creó. Él
viene a nuestro encuentro para calzarnos de nuevo, con la dignidad de los hijos
de Dios. Nos quiere ayudar a recomponer nuestro andar, recuperar nuestra
esperanza, restituirnos en la fe y la confianza. Quiere que volvamos a los
caminos de la vida, sintiendo que tenemos una misión… Todos tenemos necesidad
de ser purificados, de ser lavados. Todos, yo el primero. Todos somos buscados
por ese Maestro que nos quiere ayudar a reemprender el camino. A todos nos
busca Dios para darnos su mano… (27-IX-15).
Los seres humanos cometemos errores, y
eso se remedia, en parte, haciendo penitencia y pidiendo perdón al ofendido.
Los medios para obtener el perdón de los pecados son: el arrepentimiento, la
Confesión, la caridad, el ayuno, la oración y la limosna, y la preocupación por
la salvación de los demás. Un ejemplo de esto lo tenemos en Jacinta y
Francisco, los pastorcitos portugueses, dos niños de 7 y 8 años beatificados
por Juan Pablo II, para quienes "ninguna mortificación y penitencia eran
demasiadas para salvar a los pecadores".
A una santa de los tiempos modernos
Dios le reveló: Aun cuando Yo os amo a todos y en todo momento, considero con
un amor particular a aquellos entre mis hijos que están sufriendo. Los miro con
una mirada mucho más tierna y afectuosa que la de una
madre. Te lo digo y repito yo, que hice el corazón de las madres. Contadme cuál
es vuestra pena, pequeños míos que estáis ya en mi corazón… (Bossis, 1, 287).
Estamos viviendo una batalla decisiva y
podemos colaborar en ella a través de la oración y la Penitencia. El Papa Juan
Pablo II escribió: “Las dificultades que presenta el panorama mundial en este
comienzo del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo
alto (...) puede hacer esperar un futuro menos oscuro” (Rosarium
Virginis Mariae, 49).
La penitencia supone la transformación
de la persona. El mundo invita a dejarse llevar por los sentidos, a comer más
de lo necesario, a perder el tiempo. Dice Jesús: Si no hicieren
penitencia, todos perecerán. San Pablo habla también de que muchos andan
como enemigos de la Cruz de Cristo, su dios es el vientre.
La penitencia me vivifica, no hay que
rebelarse, que no nos tome de improviso lo que Dios nos mande. Nada impuro
puede entrar a la presencia de Dios. Hay que ser fiel a las mociones de Dios
que nos dice: “No compres eso”, o “prívate cinco minutos de tomar agua”, “ora
por ese amigo”… En todas sus apariciones del siglo XX, la Virgen dice que hay
que hacer penitencia. La penitencia es vivificante, me ayuda a recibir dentro
de mí el Reino de Dios que está cerca.