Valentía evangélica y lenguaje
mundano
P. Fernando Pascual
25-11-2017
La tentación de ceder a las
presiones del mundo ha existido en el pasado y existe hoy. Pero el mensaje
cristiano no puede quedar bajo cadenas paganas ni ser endulzado para agradar a
la gente.
Leer a los profetas ayuda ver
cómo el anuncio tiene un tono valiente, decidido, incluso provocatorio.
En la plenitud de los tiempos, Cristo enseñaba con autoridad, con firmeza, sin
miedos: tenía un mensaje que ofrecernos y lo dio con claridad y valor.
Por eso la Iglesia católica, a
lo largo de los siglos, muestra su fidelidad a Cristo cuando enseña con
sencillez y con valentía lo que ha recibido. Luego, la acción del Espíritu
Santo tocará los corazones, si bien algunos (tristemente, en ocasiones muchos)
dirán "no" al mensaje de la misericordia.
Ocurre, sin embargo, que
algunos desean presentar un Evangelio mundanizado, en el que se censuren
páginas sobre el juicio, el infierno, el pecado, para mostrar solo aquellas que
son más "amables" y comprensibles para sociedades paganizadas y
sometidas al espíritu de este mundo.
No fue así la predicación de
los primeros apóstoles ni de los grandes santos, papas, obispos, misioneros y
laicos que supieron difundir la Nueva Noticia. Quienes un día se dejaron
conquistar por Cristo supieron hablar con un inmenso amor hacia los demás, y
ese mismo amor estaba unido a la claridad evangélica.
Las palabras de san Pablo
conservan toda su fuerza para nuestro mundo postmoderno y frágil: "la
Palabra de Dios no está encadenada" (2Tm 2,9); "no os
acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de
vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo
bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rm
12,2‑3).
Millones de seres humanos, hoy
como en otras épocas de la historia, necesitan escuchar el maravilloso mensaje
que Cristo trajo con sus predicaciones, con sus milagros, y con su Pasión,
Muerte y Resurrección.
Con valentía evangélica
podemos ofrecerles el tesoro de nuestra fe, desde un deseo muy hermoso: que un
día, como hermanos, podamos juntos alabar al Padre de las misericordias por
habernos librado del pecado y por habernos convertido en hijos en Su Hijo.