Padres e hijos, aventura en la
libertad
P. Fernando Pascual
1-10-2017
Tener un hijo es una aventura.
Sus padres inician a conocerlo, le ofrecen mil ayudas y protecciones. Quieren
enseñarle a vivir correctamente y a evitar los peligros cotidianos.
El acompañamiento es muy
cercano durante los primeros años. El niño pequeño necesita continuas ayudas
para no meterse objetos punzantes en la boca, para no introducir los dedos en
un enchufe, para no tocar un insecto peligroso.
Conforme crece, el hijo pide más
autonomía, y aparecen nuevos riesgos. Los padres dan mandatos, consejos,
indicaciones. En un momento determinado, el hijo empieza a escoger en libertad.
Ese momento resulta clave y
genera no pocas ansiedades. ¿Volverá el hijo a tiempo? ¿Escogerá buenos amigos?
¿Estará empezando a abusar de la cerveza o de alguna droga? ¿Será honesto en
sus exámenes?
Un texto de una madre de
familia publicado en un libro reciente refleja los sentimientos que surgen
cuando se constata cómo el hijo deja de ser un niño para introducirse en el
mundo de los adultos.
"Cuando mis hijos eran
pequeños, quien pensaba por ellos y decidía por ellos era yo. Todo resultaba
fácil: lo único que estaba en juego era mi libertad. Pero, en un momento dado,
cuando me di cuenta de que mi papel consistía en ir acostumbrándolos a elegir,
sentí nada más asumirlo que me invadía la inquietud".
Ha iniciado una etapa decisiva
de la aventura personal: el hijo deja de estar bajo el control completo de sus
padres. Ahora empieza a caminar por sí mismo. Así sigue el texto:
"Al dejar que mis hijos
tomaran decisiones y, por lo tanto, corrieran riesgos, al mismo tiempo yo
también corría el riesgo de ver aparecer otras libertades distintas a la mía.
Si con demasiada frecuencia he seguido eligiendo en su lugar, he de confesar
que ha sido para ahorrarles el sufrimiento derivado de una elección que más
tarde podrían lamentar; pero también, y en la misma medida si no en mayor
medida, para no arriesgarme a vivir en desacuerdo entre su elección y lo que a
mí me gustaría verles hacer".
Esa madre experimentaba un
conflicto de voluntades: la suya, deseosa de controlar al hijo; la del hijo,
que va conquistando cada vez más espacios en el mundo de los adultos. La parte
final del texto es sumamente clara:
"Faltaba amor por mi
parte, porque actuando así lo que quería por encima de todo era protegerme
contra un posible sufrimiento: el que he experimentado cada vez que mis hijos
han emprendido un camino distinto al que yo consideraba mejor para ellos. Así
he conseguido entrever cómo es posible que Dios Padre sufra. Nosotros somos sus
hijos. Quiere que seamos libres de construirnos a nosotros mismos y el Infinito
de su Amor le impide toda coacción. Amor perfecto, sin traza de cálculo, pero
que implica la aceptación de un sufrimiento inherente a esa libertad total que
quiere para nosotros" (carta contenida en el libro-entrevista al Card.
Robert Sarah publicado con el título "La fuerza del silencio").
El final del texto dirige la
mirada a Dios. Porque también Dios es Padre y nos ha hecho hijos en la
libertad, con todo lo que eso implica de grandioso... y de peligroso.
La relación entre padres e
hijos se construye sanamente cuando se acepta la libertad de cada uno. Los
padres aman en plenitud cuando se aceptan libremente y cuando acogen en su amor
a cada hijo. Los hijos llegan a la madurez cuando se dejan amar y aprenden a
orientar sus decisiones desde el amor y para el amor.
Así actúa Dios con nosotros, a
pesar de que los riesgos de esa aventura eran (y son) muy elevados, como
muestran los miles de pecados de la historia humana.
La cara más difícil de la
moneda de la libertad (es posible el fracaso) está unida a la otra cara, la
posibilidad del triunfo verdadero. El cual se produce cuando padres e hijos
asumen correctamente la propia libertad y la orientan a vivir como nos enseña
nuestro Padre del cielo: amando hasta dar la vida por los hermanos.