Sobre el combate espiritual
P. Fernando Pascual
12-8-2017
La vida del alma está llena de
aventuras. El corazón que ha descubierto el Amor de Dios y ha sido rescatado
por la misericordia sigue en medio de una batalla del espíritu.
En el combate espiritual lo
más importante es tener siempre presente la meta: el Amor. El recuerdo de la
ternura de Dios enciende un fuego que impulsa a la batalla.
Luego, existen numerosos
consejos ofrecidos por tantos hermanos nuestros a lo largo de los siglos. Vale la
pena tenerlos presentes para que su voz nos acompañe en la lucha.
Podemos recordar, entre
muchos, a Evagrio Póntico, san Juan Clímaco, san
Doroteo de Gaza, santa Ángela de Foligno, santa
Catalina de Siena, san Juan de Ávila, santa Teresa de Jesús, san Pedro de
Alcántara, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales, el beato Eugenio María
del Niño Jesús.
De entre tantos consejos,
fijamos una ágil mirada en dos: la humildad y la cercanía a la luz.
Quien es humilde reconoce
fácilmente su debilidad. Evita las ocasiones de peligro. Tiene ese buen temor
de Dios que le lleva a desconfiar de sí mismo y a poner toda su confianza en
Dios.
Quien es humilde no se hunde
ante una caída. Confiesa su pecado, llora por lo que ha hecho, e inmediatamente
se pone en camino para pedir perdón a Dios Padre en el sacramento de la
Penitencia.
La cercanía a la luz consiste
en quitar del corazón cualquier tiniebla que nos impida llamar al pecado por su
nombre. Es una actitud que no deja espacio a excusas o autoengaños, de forma
que huye de la mentira.
Esa cercanía a la luz surge
cuando tomamos el Evangelio y permitimos que Cristo nos hable. Su Palabra
denuncia las tinieblas y los sofismas que nos apartan de la verdad, y nos lanza
al camino del bien y del amor.
Esa cercanía a la luz nos
lleva a pedir consejo, a abrir el alma a un buen director espiritual o al
confesor, para desenmascarar trampas del enemigo y para identificar y acoger lo
que viene de Dios.
El combate espiritual dura
toda nuestra vida. Alguno tal vez siente el cansancio, sobre todo ante derrotas
que desconciertan y abaten. Pero si hay humildad, iremos a una iglesia y
repetiremos palabras que llegan al corazón de Dios: "¡Oh Dios! ¡Ten
compasión de mí, que soy pecador!" (Lc
18,13).