La
herencia de la posmodernidad
El devenir histórico es
una realidad que nos tiene atrapados y de la que no podemos escapar. Todo
cambia, nada permanece. El curso de la historia es implacable y a su paso todo
se transforma. Los que contamos los años por décadas no salimos de nuestro
asombro al comparar el ayer con el hoy y nos preguntamos ¿Cómo es posible que
en tan poco tiempo las cosas hayan cambiado tanto? Y sobre todo ¿Cómo las
personas podemos sufrir metamorfosis tan profundas en nuestra forma de ser y de
actuar en el marco de una existencia tan corta? Eso de “genio y figura hasta la
sepultura” está muy bien en cuanto expresión del componente genético–somático, pero por lo que se refiere al ethos es otra cosa.
Nacemos hombres, pero nos vamos humanizando o deshumanizando progresivamente y
en ello tiene mucho que ver el
escenario donde nos movemos y la atmosfera social que respiramos. Con razón se
ha dicho que cada individuo es hijo de su época y de la sociedad en la que le
ha tocado vivir. Lo que quiere decir que el entorno que nos rodea puede ser
decisivo a la hora de ir configurando nuestra propia personalidad. Esto nadie lo pone en duda.
Innecesario es decir que el
modelo humanístico de Egipto, la antigua Grecia o Roma, fue bastante distinto
al del Medioevo y éste a su vez
diferente al encarnado por los hombres del Renacimiento y todavía más por los de la Ilustración. Aún así, entonces se
podía seguir hablando de unas referencias universales, susceptibles de ser
convalidadas en todas las épocas, permaneciendo
en pie las reglas de juego, sin necesidad de romper la baraja. Es decir el paso
de un periodo a otro se producía dentro de un cierto continuismo, pero ahora ya
no se puede decir lo mismo. La posmodernidad ha supuesto un ruptura con la
modernidad en toda regla, en un tiempo
record, que lo es mucho más si nos
referimos a España, donde de la noche a la mañana hemos podido ver como todo
daba un vuelco, hasta el punto de que una misma persona, no voy a decir viejo sino de avanzada edad,
tiene la impresión de haber vivido dos vidas muy distintas, que en poco se
parecen la una a la otra y también de
haber conocido a personas que con el paso del tiempo han ido cambiando de perfil hasta llegar a ser
irreconocibles.
Después de 30 o 40 años
te vuelves a encontrar con aquellos
amigos o personas con las que habías tenido un trato intenso y te resultan
inidentificables por dentro. Pedro, aquel compañero universitario de filosofía,
riguroso en sus razonamientos, empeñado en la búsqueda de la verdad porque
creía que ésta existía y era posible encontrarla, ahora se ha vuelto escéptico
y todo lo cuestiona. Mari Carmen, aquella muchacha recatada y pudorosa, que se
mostraba femenina hasta en la forma de andar, se ha vuelto descarada, habla
como un carretero, defiende el amor libre
y se ha convertido en abanderada de la ideología de género. Santiago, el
asiduo asistente a los Cursillos de Cristiandad, que decía tener más fe que S.
Pablo, ha acabado por crearse un tipo de religión a su medida, sincrética y tan
disparatada que ni el mismo sabe por dónde cogerla. Juanjo, el antiguo camarada
en el campamento del Frente de Juventudes, que sentía la pasión por España hasta llegar a hacer del patriotismo la razón de su vida, ahora no
le hables de comprometerse y mover un dedo por su patria porque pasa de todo. Goyo,
con madera de líder, a quien todos respetaban por su rectitud moral y sentido
de la responsabilidad, se ha vuelto groseramente pragmático y no deja de
repetir eso de “sálvese el que pueda” y que lo importante en la vida de cada
cual es “encontrarse en el lugar adecuado en el momento justo”. Ahora la duda
que me queda es si los demás puedan decir de mí lo mismo que yo pienso de
ellos.
El vendaval de la
posmodernidad ha levantado una enorme polvareda y el polvo del camino ha ido
impregnando nuestro ser. Una y mil veces tendremos que seguir preguntándonos ¿Cómo
ha sucedido todo esto y por qué ha tenido que ser así? Para empezar hay que
decir que no ha habido violencia ni opresión, las cosas han ido sucediendo de
forma espontánea y natural, en el marco de un ambiente desenfadado que nos
remite a Mayo del 68, en que los estudiantes de la Soborna fueron los
protagonistas de un movimiento contracultural difícil de precisar, al igual que
todos los movimientos, con un claro componente subversivo axiológico, que sin
tener gran repercusión política se ha
convertido en el mito simbólico de una época, que representa la última
gran revolución romántica de enorme
calado en el ámbito socio – cultural.
En realidad el proyecto
de la modernidad ya venía tocando fondo desde la primera mitad del siglo XX y
daba muestras de agotamiento. Una crisis generalizada en todos los órdenes lo
ponía de manifiesto. La sospecha había abierto una gran brecha en la
racionalidad, la moral y la religión, que eran los grandes pilares en los que se
sostenía Occidente. Hoy día esto lo podemos apreciar con claridad meridiana. La
crítica apuntaba a una excesiva racionalización, nodriza de expectativas desproporcionadas,
que luego con el paso del tiempo se vio que no podían mantenerse en pie. Efectivamente, el optimismo racionalista sin
límites había hecho creer que todo el campo era orégano y que de la razón se
podía esperarlo todo, hasta que la cruda realidad, sobre todo tras la
experiencia de la Segunda Guerra Mundial, despertó a los hombres y mujeres de
su sueño romántico y pudieron comprobar que ni todo lo racional es real, ni
todo lo real es racional. Ciertamente no dejó de ser un gran acierto por parte
del hombre posmoderno detectar el peligro de un racionalismo exacerbado y
tratar de reivindicar el afecto frente a la pura racionalidad, pero cometió la torpeza de tratar de corregir los
excesos racionalistas con otros excesos aún peores, aplicando la ley pendular.
Éste precisamente fue el gran error, que tuvo como consecuencia convertir a la diosa razón en una vieja
embustera, cuando en realidad lo deseable hubiera sido dejar las cosas en un
término medio
Huérfanos ya de la razón
solo quedaba Dios como último garante de
las aspiraciones humanas, pero también sobre Él pesaba la sospecha de
deshumanización, que le convertía en un rival
y peligroso enemigo del hombre, cuya sola presencia comprometía su libertad y
ansias de felicidad humana. El
hombre de la posmodernidad siempre tuvo muy claro que era necesario remover los cimientos en
que se sustentaba la verdad y el bien,
para así tener las manos libres y
poder pensar y actuar según su antojo.
Se dio prisa en
desconectar los potentes focos capaces de iluminar hasta los últimos rincones
de la realidad y en su lugar se sirvió y
sigue sirviéndose, de una linterna
mágica, que la utiliza para alumbrar selectivamente algunos
sectores de la realidad dejando en penumbra otros. Desde el primer momento fue consciente de que
sólo se vive una vez, volcándose a tope en el momento presente dejando fuera de
pantalla el pasado y el futuro. Nada de compromisos, nada de temores que
pudieran perturbar el disfrute del instante fugaz
En la época de los Whats app en que nos hemos instalado, las noticias e
informaciones tienen una fecha de caducidad muy breve. Cada día tenemos que vaciar
los archivos de nuestro móvil, porque todo pasa muy de prisa y lo de ayer ya no
nos sirve. Las impresiones de un día son tantas que no podemos procesarlas
todas. No nos alcanza el tiempo para la reflexión tranquila y vamos dejando
para mañana el encuentro cálido con nosotros mismos y con los demás. Nos hemos acostumbrado a vivir en una burbuja
virtual y ya nos resulta complicado prescindir de ella.
Parecerá una broma, pero
se han invertido los términos. Este mundo artificial, con un gran componente de
sensaciones virtuales, creado y pilotado
por el propio hombre, que se ha erigido en la medida de todas las cosas, que decide sobre
la verdad y el bien y de quien depende el destino de la humanidad, es
ahora el mudo de la realidad. En cambio el mundo con sólidas bases
metafísicas, abierto a la espiritualidad y la trascendencia, que tenía como fundamento al Ser Fundante, principio y fin de todo lo creado, es considerado
como una fantasmagoría. Si nuestros abuelos levantarán la cabeza tal vez no lo
entenderían y con toda seguridad no lo aceptarían; pero sí que lo entienden los
nietos que han llegado a pensar que las cosas son como a cada cual le parecen y
ya está, siendo difícil disuadirles porque ¿cómo vas a convencer a quienes piensan que no hay
razones sino sólo sentimientos?
En fin, mucho me temo que al hombre de la posmodernidad le aburren este tipo de
disquisiciones filosóficas, porque todo lo que nos sea vivir y gozar a tope el momento presente, en el sentido más
primario, es perder el tiempo y quien sabe disfrutar y sacar jugo a la vida no
necesita de más. Es así como el nihilismo de la posverdad cree haber llegado al
punto culminante de la historia, aunque yo no me fiaría nada, porque la astucia
de la razón, como ya advirtiera Hegel, siempre, siempre, se las ingenia para
poner en evidencia las estupideces humanas y sobre todo porque
la experiencia constata a cada paso que el
tiempo acaba devorando al momento presente que idolatramos. Yo tengo para mí
que la posmodernidad será recordada como la época dorada de la técnica abanderada por el Internet y a sus hombres
como los artífices de un desarrollo material esplendoroso, sin precedentes,
pero que al no saber digerir tanto éxito acabaron perdiendo el juicio y se
volvieron locos.