Cuando Dios cura las heridas

P. Fernando Pascual

21-5-2017

 

Cada pecado deja sus heridas. En uno mismo, al ver la propia debilidad, el triunfo del egoísmo, la flaqueza ante una pasión que pudo haber sido controlada.

 

En otros, sobre todo si ese pecado implica una infidelidad en el propio matrimonio, o una ofensa hacia los padres o hacia los hijos, o una injusticia hacia personas necesitadas.

 

Las heridas están allí. No se puede deshacer lo ya realizado. No hay maneras para anular el daño causado en uno mismo y en otros.

 

Sin embargo, Dios puede, con su misericordia, curar heridas. Sin borrar el pasado, ofrece al corazón el bálsamo del perdón, la paz que nace de una buena confesión, la posibilidad de un cambio profundo de vida.

 

Entonces se produce el milagro: Dios acoge al pecador, lo recibe en el sacramento de la penitencia, lo purifica y le repite las palabras dirigidas a la adúltera: no te condeno, vete y no vuelvas a pecar (cf. Jn 8,1-11).

 

Cada vez que sentimos pena por nuestras faltas, necesitamos acudir al Padre a través de su Hijo, e invocar ese perdón que sana.

 

Quedarán, como cicatrices, las huellas de un pecado que no podemos borrar. Pero, sobre todo, habrá en nuestras almas la señal de algo mucho más grande que el mal, que el pecado y que la muerte: el abrazo de un Padre misericordioso que acoge a cada hijo necesitado de misericordia.