Y al tercer día resucitó
Martha Morales
En la historia del mundo, dice Fulton Sheen, sólo se ha
dado una vez el caso de que delante de la entrada de una tumba se apostara una
guardia para evitar que un hombre muerto resucitara. Sabían que estaba muerto,
decían que no resucitaría y, sin embargo, vigilaban. El que los judíos pidieran
una guardia hasta el “tercer día” indicaba que pensaban más en las palabras que
había dicho Cristo que en el temor que pudieran sentir de que los apóstoles
robaran el cuerpo. Pilato se cerciora de que Cristo ha muerto; no se sometería
a usar los soldados del César para custodiar una tumba judía; por tanto, les
dice: Tenéis una guardia; id, y guardadlo como sabéis[1].
Querían la Guardia para prevenir la
violencia, el sello era para prevenir el fraude. Debería de haber un sello y
una guardia, y los enemigos serían quienes se encargaran de ello. Los
certificados de su muerte y resurrección serían por tanto firmados por ellos. Ellos,
pues, fueron y sellando la piedra, aseguraron el sepulcro por medio de la
guardia[2]. Lo más asombroso de este espectáculo
es que los enemigos de Cristo esperan la resurrección como posibilidad; más no
así sus amigos[3].
Cuando los soldados ven el sepulcro vacío,
se lo dicen a los príncipes de los sacerdotes; éstos les aconsejan decir que el
cuerpo de Cristo fue lo robado por los discípulos, y que ellos no lo impidieron
porque estaban dormidos (y sin embargo –según esto-, habían estado lo
suficientemente despiertos para ver a los ladrones y saber que se trataba de
los discípulos). Si todos los soldados dormían, nunca pudieron ver a los
ladrones; si algunos de ellos estaban despiertos, podían haber impedido el
hurto. San Mateo se refiere a la calumnia del robo del cadáver (Mt 28, 11-15),
y San Agustín comenta: “¿Qué has dicho Oh astucia siniestra?...
¿Presentáis testigos dormidos? Verdaderamente dormiste tú que, inventando tales
patrañas, desfalleciste”[4].
No es posible que unos pocos discípulos,
temerosos intentaran robar el cuerpo del Maestro de un sepulcro cerrado con una
gran piedra, sellado oficialmente y custodiado por soldados. Además, de
momento, para los discípulos, la vida del Maestro había resultado una derrota.
El sanedrín creyó antes que los apóstoles en la resurrección del Señor. Había
comprado el beso de Judas y ahora esperaba poder comprar el silencio de los
guardas[5].
Al acercarse las mujeres vieron que
aquella piedra, a pesar de ser tan grande, había sido removida. Pero no
llegaron a la conclusión de que Cristo había resucitado. Vieron a un ángel y
reciben de él el encargo de ir a Pedro para decirle que Cristo había
resucitado. Llenos de emoción Pedro y Juan corren al sepulcro. Vieron los
lienzos y que el cuerpo no estaba. Tenían los hechos y la prueba de la
resurrección, pero no comprendían todo su significado.
La primera aparición registrada fue a
María Magdalena, quien no le reconoció, lo confundió con el hortelano. Lo
reconoce cuando Él le dice: “¡María!”. Aquella palabra la sorprendió más que si
acabara de oír un trueno. Jesús llama a sus ovejas por su nombre.
Habían esperado un Salvador de Israel,
pero no esperaban al mismo tiempo un Salvador de los gentiles. En muchas
ocasiones debieron oír a Jesús hablar de su muerte y resurrección, pero la
derrota era incompatible con la idea que tenían del Mesías. No podían creer en
la locura de la Cruz. De allí que se negaran a considerar la evidencia de lo
que les habían contado las mujeres.
Los evangelios no narran directamente la
resurrección del Señor, sino el descubrimiento de la tumba vacía y las
apariciones. Un ángel anuncia que Jesús no estaba ya allí sino que había
resucitado. Jesucristo es un misterio de redención, de reconciliación de
los hombres con Dios (cf. nn. 457 y 517); es un
misterio de revelación pues es, a un tiempo, el rostro de Dios
y el modelo del hombre (nn. 459 y 516), y es
finalmente un misterio de recapitulación ya que su acción
abarca desde Adán hasta el último hombre.
Más adelante Cristo se les aparece,
estando los discípulos con las puertas cerradas. Con las llagas de Cristo no se
trataba de recordar la crueldad de los humanos, sino más bien que la redención
se había obrado con dolores y sufrimiento. Si hubieran desaparecido las llagas,
los hombres podrían llegar a olvidar que fueron rescatados con el mayor dolor
visto.
Jesús les dijo: “Se me ha dado toda
potestad en el cielo y sobre la tierra” (Mt 28,18). No se refiere aquí a sí
mismo como Hijo de Dios, puesto que tal potestad le pertenecía ya por
naturaleza, sino de un poder que había merecido por su Pasión y muerte y que
fue predicho por el profeta Daniel, quien en una visión vio al Hijo del hombre
con poder y gloria eternos.
Dice un poema: “No hay falsos dioses,
libres de dolor y sufrimiento, que fueran capaces de consolarnos en estos
días”... “No hay dios alguno que tenga heridas, ninguno más que Tú” (Edward Shillito)[6].
[1] Mateo 27, 65.
[2] Mateo 27, 66.
[3] Fulton Sheen, Vida
de Cristo, p. 446-447.
[4] San Agustín, Enarr. in Ps. 63, 15.
[5] Fulton Sheen, Vida
de Cristo, p. 456.
[6] James Dalton
Morrison (compilador), Materpieces
of Religion Verse, Harper & Brothers.