El triunfo de Cristo Resucitado
Ángel Gutiérrez Sanz
Todos los años por Semana Santa el pueblo cristiano acude al Calvario y se conmueve al ver al
Justo recorrer la vía dolorosa llevando la cruz del género humano y hasta los
ateos como Albert
Camus se muestran indulgentes y
compasivos ante un Dios doliente que olvidándose de quien es, consintió en
vivir hasta el fin la angustia y abandono hasta la muerte; pero el drama del Calvario
sólo es la primera parte de una historia de
amor que acaba felizmente con Cristo Resucitado como triunfador
La Pasión de Cristo no tenía como destino definitivo la muerte sino la
vida. La Resurrección sólo estuvo esperando tres días bajo una losa. La Buena
Nueva de que es portador el cristianismo tiene su colofón en el Misterio
Pascual, que se nos muestra como razón última de nuestra esperanza, como causa fundamental de nuestra alegría. Después de haber entregado
su vida para salvar la mía y la tuya, nos hace partícipe de su triunfo. Al
despuntar el lucero del alba el sepulcro se abre para dar paso al Cristo
triunfante que se yergue victorioso, como el sol naciente sobre el horizonte,
disipando todas las tinieblas. Envuelto en rayos de luz sale de la tumba para
anunciarnos que ha vencido a la muerte para siempre.
En esta mañana de Pascua tuvo lugar el retoñar de eternas aspiraciones
que parecían pérdidas para siempre. En esa mañana luminosa el Resucitado de
Dios hace retroceder a la muerte, nos ensancha el corazón y pone bálsamo en
nuestras manos para ahuyentar nuestros miedos y cicatrizar las heridas. En esta
mañana gloriosa el Resucitado se ve multiplicado en todos los hombres, de manera
especial en los marginados, los pobres, los que sufren y los excluidos de todas
las esperanzas humanas. Es así como nace la Nueva Humanidad redimida. Se acabó
toda opresión y esclavitud, se acabaron los miedos y amenazas, porque la muerte ha sucumbido ante la vida,
convirtiéndose en episodio pasajero, puente entre dos riberas, dejando así de
entristecer la tierra. La Resurrección es también el punto de partida que inaugura
la nueva era y abre las puertas a una vida renovada.
Todos podemos ser testigos de este prodigioso
acontecimiento con solo mantener los ojos abiertos a la historia. Tal vez no
podamos penetrar en la profundidad de su misterio, ni podamos explicar con
palabras humanas el cómo, el por qué y
el para qué de lo ocurrido; pero el milagro aconteció y eso es algo que la historia sobradamente ratifica. La tumba vacía desde hace 20 siglos es un
testimonio fehaciente que nadie ha podido desmentir. La investigación
histórica, dispone hoy día de variedad de medios, documentos y recursos
suficientes como para haber echado por tierra el relato evangélico en el caso
de que éste hubiera sido una farsa inventada por sus seguidores, entre los que,
dicho sea de paso, se encontraban incrédulos tan testarudos como Tomás, que
tuvieron que rendirse ante la evidencia de unos hechos palpables. Lo mismo que le pasó al periodista
inglés, Dr. Frank Morison quien
comenzó a escribir su libro “¿Quién movió la piedra?” intentando demostrar que todo había sido un mito y al final se encontró con una evidencia innegable. A pesar de todo, miopes seguirá habiendo, empeñados en
probar la no historicidad de Jesús de Nazaret; pero lo único que están
consiguiendo es bordear el ridículo ¿A qué está esperando el hombre moderno para tomarse
en serio la resurrección de Jesucristo? ¿ por qué permanece impasible ante un suceso
suficientemente constatado, que condiciona el destino de la historia humana?
Debe haber otras razones que nada
tienen que ver con la historicidad por las que no pocos se ven obligados a
negar lo que razonablemente debiera admitirse. Seguramente de lo que se trata
no es tanto una cuestión de certezas como de conveniencias. A los ricos y poderosos
de la tierra no les conviene el triunfo del Resucitado, porque entonces se
acabaría su imperio y su influencia. A quienes profesan una ideología antropocéntrica
no les interesa un Cristo vivo,
prefieren verlo muerto porque de otra forma sus esquemas mentales se
derrumbarían. Quienes se han acostumbrado a vivir egoístamente para sí mismos según
los dictados de una libertad sin deberes y sin compromisos, les asusta que un
día impere en el mundo la ley del amor y
del perdón, que nos impulse a salir de
nosotros mismos para volcarnos en los demás
Hasta los mismos cristianos nos resistimos a creer del todo y
recrearnos en la Resurrección. Nos resulta mucho más fácil sintonizar con el
Cristo doliente que con el Cristo resucitado. Nuestras lágrimas fluyen con
naturalidad ante el Nazareno abatido y humillado, pero rara vez lloramos de
alegría ante la presencia del Cristo
Victorioso. No nos cansamos de acompañar a los pasos que van desfilando uno
tras otro a lo largo de la Semana Santa, mientras que para celebrar el triunfo
de Jesús apenas dedicamos 24 horas el Domingo
de Resurrección y una vez pasado este día volvemos a nuestro dolorismo, que por
cierto resulta ser bastante pasivo, porque no es lo mismo compadecernos de
Cristo que compartir con Él dolores y trabajos. La actitud com-pasiva es la que
con frecuencia nosotros adoptamos y que no deja de ser como su propio nombre indica la actitud de un expectante que desde fuera
contempla un espectáculo que le conmueve, otra cosa es poner manos a la obra y
ayudar a Cristo a llevar la pesada cruz del mundo.
El dolorismo en su sentido más negativo, ese que contribuye a
avinagrarnos la cara y a matar toda sonrisa, no es el mejor ejemplo del
testimonio cristiano, ni tampoco el que
esperan los que nos observan desde fuera. Nietzsche, enrabietado, reprochaba a
los cristianos de su tiempo que en sus rostros no se veía reflejada la alegría
de Cristo Resucitado y algo parecido le sucedía al converso Julian Hartridge,
quien también, un tanto decepcionado, nos cuenta en sus escritos como veía a
los cristianos salir de los templos en medio de bostezos, cuando él lo que
esperaba era avistar rostros radiantes de alegría de quienes decían haberse
encontrado con el Resucitado. No, los cristianos no son, ni mucho menos, como esos forofos que salen del estadio
enloquecidos, al haber visto como su equipo se proclamaba campeón.
Algunos en cambio hemos tenido
más suerte, mi experiencia personal, que es de la que puedo hablar, va en
sentido contrario. Afortunadamente yo sí he tenido la ocasión de ver reflejada
esa alegría en el rostro de quienes no teniendo nada parecen poseerlo todo. Siempre
que visito a mis queridas y admirables monjas contemplativas, residentes aquí
en Madrid, me sucede lo mismo, experimento una gozosa paz difícil de describir
y de olvidar. A través suyo he podido
comprobar lo que es sentir por dentro la alegría de la Pascua, que en ellas
brota a raudales, contagiando a quienes se les acercan. De allí salgo diciendo.
¿Cómo puede ser esto?... Se lo he preguntado a ellas y lo que me dicen de la forma más natural del mundo es que tienen a Cristo y no necesitan más. Yo lo que deduzco a juzgar por
la alegría que se transparenta en sus rostros, es que el Cristo que ellas deben
llevar dentro no puede ser otro más que el
Cristo Resucitado. Al final uno acaba entendiendo que la alegría interior, esa
que se lleva dentro, se alimenta de la fe en el Dios de la Pascua y es difusiva, como el “Bonum” del que nos habla Sto. Tomás.
Lo que debiéramos preguntarnos, los cristianos en general es ¿Por qué
no nos sentimos los hombres más felices de la tierra? ¿Por qué con nuestra
alegría no testimoniamos al mundo que el cristianismo es la religión del optimismo? A lo mejor lo que nos está pasando es que
sólo creemos a medias. Creemos, sí, que Cristo
resucitó, pero no estamos tan seguros de
que nosotros también lo haremos con Él. Puede que no hayamos acabado de
entender el sentido de la Pascua y pensemos que la resurrección sólo afecta a Cristo y que
nosotros tenemos que ganárnoslo a pulso con nuestras propias fuerzas y de ahí
vienen los recelos. Los apóstoles al principio también anduvieron
recelosos, hasta que la acción del Espíritu les hizo comprender que por virtud de la gracia somos herederos con
Cristo, quien ha pagado sobradamente el precio de nuestro rescate. Esto no quiere decir que no debamos cooperar,
participando en lo que los teólogos llaman corredención. Una cosa no quita a la
otra. Las palabras de Cristo son muy claras al respecto. Para poder resucitar
primero hay que morir. Para poder gozar
hay que aprender a sufrir. El precio de la alegría interior es la renuncia de
sí mismo.
Sin poner en duda nada de todo
esto, lo que la Pascua nos deja como última conclusión es que no estamos solos
y ya no lo estaremos nunca. Alguien nos acompaña y nos acompañará siempre con
la firme promesa de que la muerte no va a ser el final de nuestro angustioso
caminar por la vida y así será incluso
para los que no creen en esto. Cristo va delante y nos estará esperando hasta
el día final. Seguros podemos estar que si Él resucitó nosotros también
resucitaremos. De anuncios como éste es de lo que nuestro mundo anda
necesitado. Sin duda ésta es la más ilusionante esperanza capaz de alentar
nuestros pasos, ella es la gran noticia, siempre vigente, siempre actual, que merece ser celebrada con un eterno
aleluya, su recuerdo es motivo suficiente para gritar al
mundo FELICES PASACUAS.
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