Menos católicos, ¿edulcorar el Evangelio?
P. Fernando Pascual
4–3–2017
En algunos lugares disminuye fuertemente el número de católicos. En otros, muchos que se declaran
católicos viven como si no lo fueran.
Ante este tipo de fenómenos, no falta quien acusa a la Iglesia de rigidez y de falta de tacto. Si la
gente no está lista para vivir una moral como la católica, ¿no habría que edulcorar el Evangelio?
La pregunta, a veces, está vestida de realismo. Se dice que no todos tienen vocación de héroes, que
la vida es muy difícil, que hay que adecuarse a los tiempos, que la rigidez provoca deserciones...
Afrontar así este tema supone apartarse del Evangelio e implica una especie de pacto con la
mentalidad del mundo. Es decir, va contra el modo de enseñar de Cristo y contra la verdadera
acción misionera de la Iglesia.
Porque Cristo fue claro: o estamos con Él o estamos contra Él (cf. Mt 12,30). Tras el sermón sobre
el pan de vida, no buscó un compromiso con los escandalizados. Simplemente preguntó a sus
discípulos: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67)
Sobre todo, Jesús explicó que no podemos servir a dos señores, a Dios y al dinero (cf. Mt 6,24).
Además, recalcó que si algo en nosotros nos lleva al pecado, hay que cortarlo con firmeza (cf. Mt
5,29–30).
Así se vivió la fe en las primeras comunidades, en las que san Pablo no dudaba en decir con
franqueza: “¿No sabéis que ningún malhechor heredará el Reino de Dios? No os hagáis ilusiones:
los immorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos,
difamadores o estafadores no heredarán el Reino de Dios” (1Co 6,9–10).
Frente a quienes dejan la Iglesia, o frente quienes se dicen católicos pero están lejos del Evangelio,
lo correcto es actuar como el Maestro: buscar a las ovejas perdidas, curar a las enfermas, ayudar a
las débiles, iluminar a las confundidas, rezar por todas con auténtico afecto de hermanos. Todo ello
sin edulcorar el Evangelio.
En medio de grupos y sociedades caracterizadas por la tibieza, el pacto, la condescendencia, la
cobardía, la simulación, el verdadero discípulo de Cristo vive unido a la vid y se convierte,
entonces, en sal que purifica y luz que ilumina. Porque, “si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?
Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres” (Mt 5,13).
Por lo tanto, en vez de buscar adaptaciones y edulcuraciones que hipotéticamente detendrían la fuga
de tantos bautizados, hay que saber testimoniar y ofrecer el Evangelio íntegramente, con alegría y
esperanza. Solo así ayudaremos a nuestros hermanos, porque a través de nosotros podrán
redescubrir la belleza del mensaje de misericordia que Cristo ofrece a cada generación humana.