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La estrella de Belén no dejará de brillar
Ángel Gutiérrez Sanz
Siento que esto que voy a decir pueda decepcionar a alguien y echar abajo
la letra de no pocos villancicos; pero muy probablemente Jesús no naciera
en invierno y mucho menos un 25 de Diciembre, como la tradición piadosa
viene celebrando desde hace siglos. Los Evangelios nada dicen al respecto,
lo que sí sabemos por la historia es que esta fecha fue fijada el año 440
siendo Papa León Magno, para que años más tarde en 529 el emperador
Justiniano la declara oficialmente festividad del Imperio, siendo claros los
motivos para establecer esta fecha y no otra.
Históricamente resulta fácil constatar que el mundo romano tenía fijada la
fecha de 25 de Diciembre para celebrar la fiesta pagana, donde se rendía
culto al Sol Invicto, coincidente con el solsticio de invierno, que en el
hemisferio norte representaba el comienzo de un nuevo ciclo. Se trataba de
una festividad en que los devotos sacaban procesionalmente a la divinidad
del sol, representada en un bebé recién nacido, en clara alusión a que el
astro rey a partir de esta fecha iba a ir creciendo y ganando presencia en el
firmamento, hasta consumar el triunfo de la luz sobre las tinieblas.
A través de este simbolismo del Sol Victorioso no era difícil entrever la
imagen ajustada de la encarnación del Verbo del Padre, que en forma de
niño vendría a visitarnos como sol que nace de lo alto, para iluminar al
mundo según las palabras premonitorias de Malaquías. Nacerá el sol de
justicia y en sus alas traerá la salvación”(4,2). En términos parecidos se
expresan Isaías y los evangelistas. Es así como la traslación de la
Saturnalia pagana a la Natividad cristiana se pudo realizar con toda
normalidad, tal y como nos lo recuerda Juan Pablo II, con estas palabras “A
los cristianos les pareció lógico y natural sustituir esa fiesta con la
celebración del único y verdadero Sol, Jesucristo, que vino al mundo para
traer a los hombres la luz de la verdad”
Con anterioridad a que el emperador Justiniano diera oficialidad a la fiesta
de la Natividad del Señor, la Iglesia latina venía ya celebrando esta fecha
mezclada con reminiscencias paganas, que progresivamente fueron
expurgadas, hasta que poco a poco quedó convertida en una festividad
netamente cristiana de enorme raigambre popular, en la que la Iglesia
Oriental y Occidental conmemoraban no ya una fecha sino un
acontecimiento prodigioso, que cambió el signo de la historia, sin dar
demasiada importancia al momento exacto en que éste pudiera haber
sucedido .
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Lo importante era el mensaje de que Dios había abandonado su Cielo para
venir a nuestra tierra a compartir nuestra suerte, haciéndose uno de los
nuestros. Los cristianos siempre hemos recibido con gozo esta buena
noticia, que se ha ido trasmitiendo de generación en generación dentro de la
más sagrada tradición. Desde que el mundo es mundo ha habido hermosos
legados, que han ido pasando de padres a hijos como si de un tesoro se
tratara y las festividades navideñas, con todo lo que llevan consigo, bien
pudiera ser uno de ellos.
Cierto que nunca hemos sabido explicarnos lo acaecido en Belén, ni nunca
seremos capaces de hacerlo, porque el misterio de un Dios hecho hombre
nos sobrepasa; pero nos basta con saber que esto no es un mero meta-relato
como quieren los filósofos de la posmodernidad, sino un hecho que sucedió
realmente. Es suficiente con que sepamos que Dios mismo se nos da como
regalo en Navidad. Locura incomprensible, sí, pero no hace falta que
nosotros lo comprendamos del todo, basta con que humildemente nos
acerquemos a la gloria de Belén temblando de emoción y nos postremos de
rodillas ante este misterio de amor, en el que Dios manifiesta su
predilección por el hombre
Durante muchos siglos, año tras año, tanto en Oriente como en Occidente
las gentes de toda condición han venido congregándose en torno a la
estrella de Belén con regocijo renovado. La Navidad siempre se ha vivido
con intensidad en los templos, en el seno de las familias, en las calles, en
las plazas, en los lugares de ocio o de trabajo; digamos que venía a ser
como una segunda atmósfera que todo lo envolvía. Porque ella significaba
no solo la glorificación de Dios sino también la glorificación del hombre y
hacía que nos sintiéramos orgullosos de ser lo que somos. ¿Cómo no
saborear el gozo de ser hombre después de saber que nos había sucedido lo
mejor que podía sucedernos ?
Parecía imposible que con el paso del tiempo este espíritu navideño pudiera
experimentar un declive, nadie podía imaginar que llegaría un día en que el
fuego interior fuera debilitándose y que el corazón de muchos hombres
dejara de saltar de júbilo por ver al Dios nacido. Era impensable que este
mundo nuestro, revertiendo el devenir del tiempo, llegara a sentir la
necesidad de retrotraerse al paganismo, tratando de resucitar las fiestas
saturnales, olvidándose del hecho portentoso de todo un Dios hecho carne
Paradójicamente este sinsentido se produce en una época de máximo
esplendor científico. En aras de un falso progresismo, no pocos están
dispuestos a abandonar el sentido profundo de una religiosidad que
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dignifica al hombre, para refugiarse en el mito. Es como si el hombre,
después de haber alcanzado un alto grado de nivel intelectual, volviera sus
ojos a la época precientífica; es como si después de haber alcanzado una
tecnología puntera quisiera volver a las cavernas. Todo muy extraño y sin
embargo esto exactamente es lo que está sucediendo. Acabo de firmar por
internet una solicitud para que no se prohíban los adornos religiosos en
Navidad.
En este Madrid nuestro, donde vivo desde hace muchos años, vengo
observando como las nuevas generaciones, víctimas de un analfabetismo
religioso alarmante, se han ido fabricando unas fiestas a su medida, que nos
recuerdan las del solsticio de Invierno. Pena me da ver cómo las
Navidades son menos Navidades cada año gracias, dicho sea de paso, a la
intervención de los dirigentes políticos de uno u otro signo, que en esto de
velar por las tradiciones religiosas de nuestro pueblo dejan muchas dudas,
sobre todo después de que tanto la Sra. Carmena como la Sra. Cifuentes se
hayan declarado agnósticas.
Con estos precedentes bien se puede pensar que nuestras representantes
madrileñas, al igual que la Sra. Colau en Barcelona, puede que se alegren
con la descristianización de la Navidad. Hasta puede también que a través
de ordenanzas municipales logren desterrar la estrella de Belén de la Puerta
de Alcalá, e incluso del suelo madrileño, lo que nunca podrán es que siga
brillando en el firmamento.
¿Qué nos está pasando? ¿Por qué no soportamos la imagen de un Dios-
Niño que nos habla con lenguaje de amor y de ternura? Hemos ido soltando
todas las amarras hasta quedarnos suspendidos en un presente ingrávido,
sin referencias al pasado y sin esperanzas de futuro. Los hombres del siglo
XXI hemos ido madurando muy deprisa; de repente nos hemos hecho
mayores, nos hemos vuelto personas arrogantes, que han perdido toda
inocencia, seguramente por eso ya no encontramos sentido a la Navidad,
porque como decía Martín Descalzo “la Navidad es un misterio de
infancia” y nosotros hace tiempo que perdimos esa condición y nada nos
importa que Dios se haga niño y venga a nuestra tierra. Lo que nos
obsesiona es encontrar la forma de sacar jugo a la vida al menor coste
posible, disfrutarla a tope, ganar el doble trabajando la mitad y lo demás
son cuentos chinos, eso al menos es lo que se oye por ahí.
Cierto es que los que así piensan se equivocan, puesto que la realidad
profunda del ser humano es otra cosa bien distinta. Afortunadamente los
hombres necesitamos de gozos íntimos para saciar nuestras ansias de
felicidad y de vez en cuando deberíamos volver a nuestra infancia para
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recuperar esa frescura de cuando éramos niños, porque como decía
Dostoievski ” El hombre que guarda muchos recuerdos de su infancia, ése
está salvado para siempre”. Andamos necesitados del amor y de la ternura
que nos trae la Navidad y también de la esperanza. Es bien triste que
habiéndosenos dado todo a manos llenas renunciemos a ello, por no sé que
prejuicios. Podemos hacerlo, no obstante, porque somos libres, igual que lo
somos para negar un pasado, que los evangelios testifican y la historia
corrobora; lo que no podremos hacer nunca es cambiar lo que un día
sucediera en una humilde Cueva de Belén. Imposible también va a ser
impedir que el espíritu navideño siga vivo en los templos cristianos, en la
pintura, escultura, arquitectura, música, literatura, poesía, en el arte
expandido por todos los rincones de la tierra, o en el corazón de muchos
hombres de buena voluntad. El brillo de la estrella de Belén no se
extinguirá. Lo siento por los agnósticos.