Una fe posible ante dramas incomprensibles
P. Fernando Pascual
27-11-2016
El dolor del inocente provoca dudas y zozobras. ¿Por qué ese niño vio cómo asesinaban a sus abuelos?
¿Por qué esos padres no encontraron quien pudiese curar a su hijo enfermo? ¿Por qué ese matrimonio
fracasó y provocó un daño enorme en los esposos y en toda la familia?
La lista de dramas humanos es casi interminable. Ante la misma, el corazón puede sentir cómo avanza
la oscuridad, cómo resulta casi imposible admitir que el bien, la justicia y la belleza tengan un lugar en
el universo humano.
Habrá quien también llegue a negar que Dios exista. Porque, como ha sido pensado por muchos,
parece imposible que coexistan un Dios bueno y las lágrimas desesperadas de un niño inocente.
Otros buscarán respuestas en teorías científicas o filosóficas que expliquen el origen de instintos, de
comportamientos, de luchas, de hechos determinísticos. La “historia” llega a ser vista como una
apisonadora absurda ante la que no tiene sentido buscar consuelo para las víctimas.
Sin embargo, muchos hombres y mujeres mantienen viva su fe, sin que las heridas y los sufrimientos
humanos sean un obstáculo insuperable para pronunciar las sencillas palabras que han animado a
tantos seres humanos de casi todos los rincones del planeta: “creo, Señor”.
Porque precisamente esos creyentes saben que ciertas penas solo pueden encontrar consuelo y
reparación si existe un Dios bueno, capaz de acoger las lágrimas, de reparar las injusticias, de consolar
a los que quedan y de recibir en la otra vida a quienes han vivido según la belleza del Evangelio.
Su fe, ciertamente, no les cierra los ojos, ni les impide pasar por momentos de oscuridad. Pero algo les
lleva a abrirse a Dios, a mirar al Crucifijo, a acoger la gran noticia: el Sepulcro está vacío, Cristo ha
vencido el pecado y la muerte.
Entonces resulta posible ver de otra manera lo que parecía un drama incomprensible, precisamente
porque la fe nos dice que ese dolor no ahoga, en el absurdo, una existencia humana. Tenemos un Padre
que espera y acoge a cada uno de sus hijos.
Desde su abrazo, en el cielo, será posible verlo todo de un modo nuevo. El corazón, entonces,
participará en la alegría que nace del perdón que une la misericordia y la justicia.