Tras una caída
P. Fernando Pascual
29-10-2016
Cada pecado deja sus heridas. Tras una caída, sentimos la pena por el daño provocado. Nuestro
corazón sufre bajo el peso de su culpa. Lo sepamos o no, también otros reciben las
consecuencias de nuestra falta.
Es un momento doloroso. La conciencia nos reprocha. Reconocemos que con un pequeño
esfuerzo habríamos evitado la caída. Pero cedimos, arrastrados por la pasión o simplemente con
un gesto absurdo de egoísmo dañino.
Llega la hora de buscar ayuda. Hay que sanar la herida. Hay que reparar los daños provocados.
Hay que consolar el corazón que se reprocha lo absurdo de aquel gesto de cobardía, avaricia,
lujuria, soberbia, gula, ira, envidia o pereza.
La ayuda decisiva puede venir solamente de Aquel que nos plasmó con un gesto inaudito y
maravilloso de amor. Dios, solo Dios, puede perdonar mi pecado, restablecer la paz en mi alma,
sacarme del barranco y darme fuerzas para volver al buen camino.
Ese Dios está vivo, presente en su Palabra, en el silencio de un Sagrario, en la constante acción
del Espíritu Santo en su Iglesia. Ese Dios susurra, con respeto, que deje lágrimas estériles y que
me acerque, con un dolor sincero, a una nueva confesión humilde y confiada.
Tras un pecado, llega la hora de recomenzar. No todo está perdido. La gracia hace maravillas y
es mucho más potente que el mal humano. Dejo mi pasado en las manos de Dios Padre y abrazo
la imagen de su Hijo crucificado.
La Pascua venció la muerte y el pecado. También ese pecado mío, el más extraño, el más
absurdo, el más dañino. Basta con abrirme a la misericordia y dejarme amar. Entonces el
milagro del perdón, nuevamente, se hará presente en la historia humana...