LAS MANOS DE JESÚS
Permíteme hablarle a tus manos.
Esas tus manos que muchas veces han sido prolongación de tus palabras.
Esas tus manos que dijeron, por vos, muchas palabras hechas acción.
Manos grandes curtidas de trabajador.
Manos enriquecidas de callos y ternuras.
Manos que supieron tener aroma a resina de cedro y olor a pescado.
Tus manos nunca se quedaron inmóviles.
Pasaron en actividad, del trabajo a tu predicación, haciendo el bien.
Supieron elevarse al cielo en prolongadas oraciones.
Supieron extenderse a los demás en constante oración.
Tus manos tenían algunas pequeñas cicatrices producto de algún accidente
en tus trabajos.
Tus manos se prolongaron en grandes cicatrices producto de tu entrega
hasta el final.
Se prologaron en signos de cercanía y liberación.
Eran hacedoras de signos que decían de Dios.
Eran dadoras de perdón y de sanación.
Tus manos de dedos grandes y palma ancha eran un continuado reflejo de
tu corazón.
Amabas apasionadamente y no podías dejar de demostrarlo.
Ellas eran las encargadas de mostrar con elocuencia tu mucho amor.
Cuando ellas se posaban sobre alguien despertaban sonrisas de felicidad.
Firmes y curtidas pero tiernas y delicadas.
Tus manos no hacían otra cosa que correr velos que impedían ver a Dios.
Tus manos fueron construyendo los pilares del Reino de Dios que crecía
desde vos.
Nunca se cerraron en un gesto de violencia.
Siempre, hasta en la cruz, se mantuvieron abiertas dándose como lo hacías
vos.
Tus manos, en sus palmas, conservaban la constante humedad del amor
desbordante.
Fueron palabras y signos. Fueron revoloteo de mariposas y colores que se
brindan.
Salieron al encuentro de las necesidades y no tuvieron temor.
Se saltearon trozos de normas para enseñar a vivir a Dios.
Liberaban a los enfermos, tocaban a los muertos, partían el pan,
acariciaban a los niños, bendecían la mesa compartida.
Como impulsadas por un resorte no dudaban en regalar la vista, la voz o los
pasos a quienes lo necesitaban.
Pero al fin de tus días tus manos se llenaron de sangre y de golpes.
Se crisparon dolorosas cuando los clavos las fijaron al leño de la cruz.
“La mano del predicador” llaman los técnicos a la última postura de tus
manos.
Sujetas al madero de la cruz predicaban tu perdón y tu entrega.
Aferradas a la madera de la cruz predicaban de tu amor incondicional y
pleno.
Crispadas por el dolor continuaban hablando por vos.
Ya no tenías fuerza para muchas palabras y ellas lo hacían, con elocuencia y
para todos los tiempos.
No te guardaste nada, todo lo entregaste.
Fueron tus manos tu última palabra.
Decían de tarea cumplida y de fidelidad completa.
Decían de vos como nadie podría hacerlo.
Permíteme poner mis manos junto a las tuyas para que se hagan comunión.
Comunión en crecimiento, comunión en entrega, comunión en fidelidad.
Padre Martín Ponce de León S.D.B.