¿A Dios no le gusta el sexo?
P. Adolfo Güémez, L.C.
La Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso
de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría,
predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo
de lo divino?
Estas preguntas sobre el sexo no se las hizo ningún activista de la revolución sexual, sino el
mismísimo papa Benedicto XVI.
A veces tenemos la impresión de que los mandamientos de la Iglesia son maneras de
controlarnos, de amargarnos la existencia. Pero el fin es todo lo contrario.
La Iglesia no rechaza el gozo como tal. A lo que se opone, es a la deformación que de él se
hace cuando colocamos al placer como único centro de la vida. Porque así, lo único que se
logra es privarnos de nuestra dignidad y deshumanizarnos.
Estoy convencido de lo siguiente: seguir lo que Dios nos pide a través de su voluntad es el
camino más fácil, más corto y más seguro a la felicidad.
El ser humano no es un ángel, sino un ser viviente de esta tierra, hecho de espíritu y materia,
y todo lo que hace y busca está cargado de pasiones. Sin embargo, como en todo, también en
este ámbito es indispensable ponerse límites. Porque un placer descontrolado y excesivo
termina enfermando al placer mismo.
En cambio, cuando se utilizan las propias pasiones como un camino para amar, orientadas
por la inteligencia, entonces se convierten en una oportunidad de autodonación y realización
que enriquece todas las relaciones interpersonales.
«No implica renunciar a instantes de intenso gozo, sino asumirlos como entretejidos con otros
momentos de entrega generosa, de espera paciente, de cansancio inevitable, de esfuerzo por
un ideal», asegura el papa Francisco.
Dios, como buen Padre, se alegra cuando sus hijos se alegran. ¡Él lo creó todo «para que lo
disfrutemos» ( 1 Tm 6,17)! El secreto es que lo hagamos amando de verdad con el corazón, y
no sólo con los sentimientos; amando con la voluntad y la inteligencia, y no sólo con las
pasiones.
La madurez en una relación de amor llega cuando la vida afectiva se transforma en una
sensibilidad que no impone ni echa fuera las grandes opciones y valores, sino que sigue a su
libertad, brota de ella, la enriquece y la abre para buscar el bien de todos.
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