CADA DÍA SU AFÁN Diario de León, 20.8.2016
CORREGIR AL QUE YERRA
Si la oferta de buenos consejos es una obra de misericordia, también lo es la corrección
a los hermanos que se han desviado del recto camino. Pero la corrección no es fácil. De
hecho, ha de ser ejercida con prudencia, con desinterés, con amor. Ha de compaginarse con el
respeto a las decisiones ajenas y con la tolerancia. Unas veces pecamos por defecto y otras
veces por exceso.
Faltamos por defecto, cuando no corregimos a los demás, aun habiendo percibido sus
malas acciones. En ese caso estamos demostrando nuestra indiferencia hacia ellos o bien
nuestro deseo de mantener nuestra propia tranquilidad.
Podemos pecar por exceso, cuando nuestro celo nos ciega o apasiona de tal manera que
perdemos el respeto a la persona corregida. De hecho, quien corrige a otro puede caer en la
altanería y en la hipocresía.
En la Biblia el libro del Levítico exhorta a corregir al prójimo (Lev 19,17-18) y el
profeta Ezequiel desarrolla la teoría de la corrección y la responsabilidad moral que ésta
implica (cf. Ez 3,16-21; Ez 33,1-9).
La literatura sapiencial advierte sobre la prudencia que requiere la corrección fraterna:
“Quien corrige al insolente recibe insulto; quien reprende al malvado, desprecios. No corrijas
al insolente, que te odiará; reprende al sensato y te querrá; instruye al sabio, y será más sabio;
enseña al honrado y aprenderá” (Prov 9,7-9).
En el evangelio de Mateo se establece un itinerario para la corrección fraterna: “Si tu
hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu
hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede
zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si
hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. (Mt 18,15-17).
Todos hemos de aprender a dejarnos corregir. Es preciso reconocer los propios errores y
la necesidad de una ayuda fraterna para encontrar de nuevo el camino. Hay que desconfiar de
las seguridades personales y de la espontaneidad y benignidad con la que todos nos
absolvemos a nosotros mismos.
Pero también es preciso corregir a los demás. La corrección fraterna exige un talante de
comprensión y una exquisita delicadeza. Para ser auténticamente cristiana, requiere también
un suplemento de humildad en quien la ofrece y en quien la recibe y, sobre todo, un profundo
sentido de la comunión eclesial.
José-Román Flecha Andrés