El Conocimiento propio
Rebeca Reynaud
La tarea de aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo que parece. No
somos capaces de hacerlo si no es bajo la mirada de Dios, quien nos dice por boca
de Isaías: “Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo” (Is 43,3).
Además, existe un profundo vínculo de doble dirección entre la aceptación de sí
mismo y la aceptación de los demás. El uno propicia el otro. El que no está en paz
consigo mismo estará en guerra con los demás.
Tales de Mileto, considerado como el primer filósofo, escribió hace 2.600 años que
la cosa más difícil del mundo es conocernos a nosotros mismos, y la más fácil
hablar mal de los demás. Conocerse bien a uno mismo representa un primer paso
para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un
gran reto para el hombre.
Conviene preguntarse con cierta frecuencia: ¿cómo es mi carácter? Porque es
sorprendente lo beneficiados que resultamos en los juicios que hacen nuestros
propios ojos. Casi siempre somos absueltos en el tribunal de nuestro propio
corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de vista, dejando la exigencia para los
demás. Incluso en los errores más evidentes encontramos fácilmente multitud de
atenuantes, de eximentes, de disculpas, de justificaciones.
Si somos así, y parecemos ciegos para nuestros propios defectos, ¿cómo se
puede mejorar? Mejoraremos procurando conocernos. Mejoraremos escuchando de
buen grado la crítica constructiva que nos vayan haciendo con cualquier ocasión.
Para uno, su vicio capital será la búsqueda permanente de la comodidad, porque
huye del trabajo con verdadero terror; para otro, quizá su mal genio o su amor
propio exagerado, o su testarudez; para un tercero, a lo mejor su principal
problema es la superficialidad o la frivolidad de sus planteamientos. Piénsalo. Cada
uno de tus defectos es un foco de deterioro de tu carácter. Si no los vences a
tiempo, si no les pones coto, te puede salir mal la partida de la vida.
¿Hay entonces en el carácter cosas que no tienen remedio? Siempre estamos
a tiempo de reconducir cualquier situación. Ninguna, por terrible que fuera,
determina un callejón sin salida. Pero no debe ignorarse que hay tropiezos que
dejan huella, que suponen todo un trecho equivocado cuesta abajo que hay que
desandar penosamente.
El conocimiento propio constituye un punto clave para la formación y educación
del carácter y de los sentimientos de cualquier persona. Además, ese saber lo que
realmente nos pasa y por qué nos pasa está muy relacionado con nuestra
capacidad de comprender bien a los demás. En este sentido, es muy útil desarrollar
la capacidad de observación del comportamiento propio y ajeno: la literatura o el
cine, por ejemplo, pueden enseñar mucho también a conocerse a uno mismo y a
los demás cuando los autores son buenos conocedores del espíritu humano y saben
reflejar bien lo que sucede en el interior de las personas (A. Aguiló).
Si falta la necesaria madurez y conocimiento propio, algunos problemas de
una faceta de la vida se acaben achacando a otra que en realidad no tiene la culpa,
o al menos tiene muy poca. Así, una persona puede culpar a su cónyuge o a sus
hijos o a sus padres de la frustración que siente, cuando en realidad ese
sentimiento se debe sobre todo a una simple inmadurez afectiva; o puede achacar
a determinados defectos de las personas con que convive lo que en realidad se
debe a un enrarecimiento del propio carácter; etc.
Las personas tendemos –al menos la mayoría– a proyectar fuera de nosotros
la solución de los problemas que experimentamos. Solemos echar a otros la culpa
de casi todo lo malo que nos sucede. Parte importante del conocimiento propio es
advertir la presencia de ese sutil engaño. Es cierto que las circunstancias ajenas
siempre pueden ayudarnos a resolver y superar nuestros problemas, pero no
debemos dimitir –ni total ni parcialmente– del amplísimo margen de
responsabilidad que tenemos sobre la mayoría de las cosas que nos suceden en la
vida.
Tampoco debe olvidarse que la pereza –con todo el lastre interior que puede llegar
a tener en nuestra vida–, trata de llevarnos hacia la ley del mínimo esfuerzo. Por
eso, cuando sentimos desgana para afrontar una tarea que nos resulta costosa, es
preciso identificar claramente su origen y reconocerlo como lo que es: cansancio
razonable que exige descanso, o pereza que hemos de superar; pero no interpretar
equivocadamente la desgana como carencia de aptitudes, ni las dificultades
ordinarias como acumulación de infortunios o de malévolas confabulaciones contra
nosotros, pues sería una triste forma de autoengaño (Aguiló).
—¿Y cómo distinguir lo que debe sobrellevarse de lo que debemos intentar
cambiar?
Un profundo y certero conocimiento de uno mismo, contrastado por la
observación atenta del propio comportamiento externo y de las reacciones
interiores, enriquecido por el consejo de quienes nos conocen y aprecian, nos
permitirá identificar el verdadero origen de las perturbaciones que inevitablemente
experimentaremos siempre a lo largo de nuestra vida.
El estudio de uno mismo es mucho más importante que el estudiar cómo se
ha de producir una reforma en el mundo, porque, si se comprenden a ustedes
mismos y con ello se transforman, habrá naturalmente una revolución. Para
estudiar cualquier problema hace falta la intención de comprenderlo, la intención de
investigarlo y descifrarlo, no de eludirlo. (E. Ayala. León, Gto).
C.S. Lewis, escritor inglés, dice en su libro Los cuatro amores, que los amores
humanos son realmente como Dios, pero sólo por semejanza, no por aproximación.
Si se confunden estos términos, podemos dar a nuestros amores la adhesión
incondicional que le debemos solamente a Dios. Entonces se convierten en dioses:
entonces se convierten en demonios. Entonces ellos nos destruirán, porque los
amores naturales que llegan a convertirse en dioses no siguen siendo amores.
Continúan llamándose así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas
de odio. Lewis dice que resulta imposible amar a un ser humano simplemente
demasiado. El desorden proviene de la falta de proporción entre ese amor natural y
el Amor de Dios. Es la pequeñez de nuestro Amor a Dios, no la magnitud de
nuestro amor por el hombre, lo que lo constituye desordenado. Hasta aquí, Lewis.
Es decir; si absolutizamos a un ser humano, éste se convierte en nuestro dios, en
“ídolo” y nosotros en idólatras.
“Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con
amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes
el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”. San Agustín