Comparaciones
P. Fernando Pascual
16-7-2016
Comparamos continuamente objetos y personas, comportamientos y estadísticas, resultados y
fracasos.
Este roble es más alto que el otro. Aquella calle está mejor asfaltada que la otra. Este vecino es
más amable que el otro.
Comparamos a los demás con nosotros mismos. Este tiene más inteligencia, aquel menos
educación social, el otro trabaja mejor que nosotros.
Incluso nos comparamos a nosotros mismos entre el pasado y el presente, tal vez también ante lo
futuro. Este año tengo más apetito que el año pasado. Espero que el próximo año tenga mejor
solvencia económica que ahora.
¿Por qué comparamos? Los motivos pueden ser diferentes. Hay uno que nace de nuestra
inteligencia: porque somos capaces de juzgar según parámetros que permiten distinguir entre un
“más” y un “menos”, entre lo mejor y lo peor.
Esa inteligencia trabaja continuamente con distinciones de todo tipo. Lo justo es diferente de lo
injusto, lo verdadero de lo falso, lo bello de lo feo. Desde esas distinciones es fácil comparar:
aquel político es más honesto que el otro. Aquel técnico es menos competente que el del piso de
arriba...
Gracias a las comparaciones y a las distinciones podemos valorar las cosas y las conductas.
Consideramos como superior la laboriosidad de un vecino que la desidia de un amigo. Pensamos
como más importante la justicia de este trabajador que la charlatanería excesiva de otro.
A veces las comparaciones no son exactas, o llevan a apreciar demasiado a unos y a despreciar
injustamente a otros. En otras ocasiones, las comparaciones provocan envidias o desprecios: no
siempre es querido un trabajador puntual y generoso entre compañeros que prefieren una vida
más fácil y engañar a los jefes...
Para evitar los errores o las actitudes equivocadas, las comparaciones necesitan abrirse a un
parámetro objetivo, que supera en mucho el mundo humano y que solo puede referirse a un Ser
supremo, justo, bueno, verdadero, bello: a Dios.
Dios es, según afirma la Biblia, “incomparable” en su grandeza y su poder (cf. Ba 3,36). Por eso
mide y juzga rectamente todo lo que es limitado, contingente, frágil. Por eso también puede
ofrecer a los redimidos una gloria y felicidad “incomparables” (cf. Rm 8,18).
Solo en la mirada a ese Dios encontramos el verdadero punto de referencia de cualquier
comparación fecunda. Si Él es Amor, y si el Amor es la plenitud de la existencia humana, lo
único que importa es vivir en el Amor, lo cual lleva a la pregunta decisiva, a la comparación que
decide todo: ¿hoy amo más y mejor que en el pasado?