Un discurso
P. Fernando Pascual
2-7-2016
Tocaba su turno, y el conferencista tomó la palabra.
“A lo largo de más de 2000 años ya ha sido dicho prácticamente todo a favor o en contra de este tema.
Todos conocemos los argumentos en cuestión. Todos hemos optado por uno o por otro.
Lo que es incuestionable es que nadie puede decidir por nosotros. Cada uno tiene sus motivos y, según
los mismos, escoge uno de los bandos.
Además, si queremos mantener el espíritu laico que define nuestra democracia, hemos de recordar que
cualquier intervención de los jefes religiosos sobre el tema significa un atentado a la libertad y a la
mejor herencia del Iluminismo.
Si dejamos de lado las interferencias religiosas que nadie desea porque impiden pensar, resultará
posible mantener un auténtico espíritu de diálogo, lejos de imposiciones y de principios absolutos.
Porque todos los principios absolutos, como el principio de autoridad, que tanta sangre han provocado
en la historia humana, llevan siempre consigo a la intolerancia, al fanatismo y a las dictaduras”.
El conferencista había terminado. Un joven escuchaba, entre sorprendido e incrédulo, sin entender si
aquel discurso era serio o era simplemente un ejercicio de demagogia.
Porque decir que se ha dicho prácticamente todo sobre un tema (aborto, eutanasia, matrimonio,
democracia, familia, drogas, etc.) es no solo erróneo, sino contrario a la apertura de mente del ser
humano, que siempre puede encontrar nuevas perspectivas ante argumentos complejos.
Porque decir que “todos conocemos” no solo va contra la estadística, sino contra un mínimo de sentido
crítico y una sana observación, que descubre la ignorancia o el desinterés que no pocas personas tienen
hacia miles de asuntos humanos.
Porque declarar que las intervenciones religiosas van contra la laicidad es una opinión tan discutible
como otras, y puede llevar a esa intolerancia que el orador parece condenar.
Porque acusar a todos los principios absolutos como promotores del fanatismo, ¿no es lo mismo que
afirmar otro principio absoluto y caer en una extraña autocontradicción?
Y sobre el principio de autoridad, ¿cómo lo entendería el orador? Porque cotidianamente aceptamos
afirmaciones de otros no porque tengamos evidencia, sino porque suponemos, simplemente, que esos
otros tienen algo de “autoridad” (competencia, conocimiento) sobre lo que nos dicen, aunque solo sea
sobre el camino que conduce a la plaza mayor.
Aquel joven tenía una mente abierta, “socrática”, capaz de sacudirse tantas frases fáciles que se repiten
una y otra vez entre quienes se declaran adultos, maduros, librepensadores y tolerantes, cuando en
realidad viven aprisionados bajos ideas repetidas y aceptadas acríticamente.
Sí, era un joven que había desarrollado ese sano espíritu crítico que denuncia lo falso, que deja a un
lado frases hechas engañosas, que no excluye a quien razona serenamente, y que busca cada día
avanzar poco a poco hacia la verdad.