El Papa de la Misericordia
Rebeca Reynaud
Quizás el cargo que más radicalmente ha cambiado en el Vaticano desde la
llegada de Francisco es el de “limosnero pontificio”. Antes el limosnero era el
administrador de donativos que recibe el Papa. Se ayudaba a los demás desde
una oficina.
El sacerdote Konrad Krajewski llegó a Roma en 1990 para que hubiera un
sacerdote joven que ayudara al Papa Juan Pablo II cuando se agravó su salud.
Konrad o Padre Corrado, como le gusta que le llamen, estuvo ocho años cerca
de Juan Pablo II. El cardenal Mario Bergoglio lo conoció en la Patagonia en 2011.
Al Papa actual no se le escapó la delicadeza de este sacerdote con cada persona.
A finales de julio de 2013 sonó el teléfono en casa del padre Corrado. Le llamaba
Francisco.
- ¿Puedes venir? Me gustaría pedirte una cosa.
Inmediatamente el sacerdote polaco fue a Santa Marta. El Papa lo nombró
limosnero pontificio.
- Te mandaré donde estén los pobres de Roma. Al principio te costará. Luego
verás que es el mejor trabajo que hay en el Vaticano. Irás de mi parte a los
lugares en los que hay gente que sufre. Puedes vender tu mesa de trabajo, no la
vas a necesitar. Sal de tu oficina y ve a buscar a los pobres. No esperes a que te
llamen.
Desde entonces, cada día don Corrado va a un hospital, a un asilo de ancianos, a
una cárcel, a un centro de refugiados. Está allí cuatro o cinco horas. Pasa por
cada habitación. Habla con todos, con cada uno. Les lleva un Rosario como los
que el Papa regala a los jefes de Estado.
A veces el Papa le llama por teléfono:
- Corrado, he recibido esta carta… Ve a verles de mi parte, y ya sabes qué
hacer.
- Y ¿qué hace?
- Pues me pregunto que haría el Papa en mi lugar y lo hago.
Cada día encuentra nuevos modos de ayudar. En Navidad regala a los sintecho
tarjetas telefónicas y postales con sello incluido para que puedan escribir a sus
familias. Cuando llega el frío, reparte sacos de dormir. Invita a uno a comer
porque es su cumpleaños, y éste le contesta que le da vergüenza en un
restaurante porque lleva varios días sin bañarse. Se lo cuenta al Papa y
Francisco decide construir duchas para esas personas en los cuartos de baño de
la Plaza de San Pedro.
Una tarde de primavera de 2015 don Corrado invitó a ciento cincuenta de ellos a
los Museos Vaticanos. Les había preparado un recorrido exclusivo. Las galerías
estuvieron cerradas sólo para ellos. En la puerta los guías turísticos los
dividieron en tres grupos y repartieron auriculares para que escucharan bien las
explicaciones.
Aunque la mayoría llevaba muchos años en Roma, ninguno había visto el
imponente Cortile della Pigna, las estancias de Rafael, la galleria de los mapas,
los frescos de Miguel Ángel... Fue un regalo para el alma. Estaban
conmocionados. Eran las cinco de la tarde. Se abrió una puerta y entró el Papa
Francisco. Les saludó con mucho cariño y les dijo que había querido regalarles
esta visita como una “caricia”, pero que les pedía que rezaran por él. Fue un
discurso muy breve que termin￳ con una bendici￳n: “Que el Se￱or los cuide, que
les ayude en el camino de la vida y que les haga sentir ese amor tierno de
Padre”. Francisco se march￳ pero la visita continu￳ con una cena en el
restaurante del museo.
Francisco le dio otro consejo al limosnero: “Ya sé que confiesas, pero no dejes
de confesar. Confesar es llevar la misericordia de Dios a la gente. Si dejas de
escuchar confesiones, te costará mucho ser limosnero”.
“Cuando confieso a la gente y viene una mamá o un papá, les pregunto.
“¿Cuántos ni￱os tienes? Y me dicen. “Y dime, ¿juegas con tus ni￱os?”, les
pregunto. La mayor parte responde: “¿C￳mo dice?”. “Sí, sí: ¿juegas? ¿Pierdes
tiempo con tus ni￱os?”. Estamos perdiendo esta capacidad, esta sabiduría de
jugar con nuestros ni￱os (…) Aunque lo que estamos perdiendo es algo mucho
más grave: el espacio de la gratuidad”, a￱ade.
La propuesta del Papa Francisco no consiste en hacer obras de caridad, sino en
encarnar la caridad: ir a las periferias es salir de la propia zona de confort,
complicarse la vida para mejorar las cosas. Quiere quitar la indiferencia global.
Estas pequeñas anécdotas son una probadita de lo que contiene el libro de Javier
Martínez-Brocal, El Papa de la Misericordia , de Ed. Planeta Testimonio,
(Barcelona 2015).
Ojalá los políticos tuvieran un poco de buena voluntad e hicieran
fructificar los impuestos en beneficio de los más necesitados, ya que no
se refleja la recaudación de impuestos en el mejoramiento de calles y
aceras, en la construcción de parques deportivos y actividades
culturales, y en mejorar la educación alimentaria y la calidad de vida de
los más desprotegidos. Todo se les va en necedades y estupideces como
la perspectiva de género, la instrucción sexual y la “salud reproductiva”.
Quizás porque eso les produce ganancias monetarias y políticas. Es
decir, le venden el alma al diablo por una bagatela.