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La noche oscura de Cristo
Ángel Gutiérrez Sanz
La historia camina muy deprisa. De aquel optimismo
hegeliano, desde donde se proyectaba una armonía
absoluta entre filosofía y religión, hemos pasado a una
incontrolada rebeldía contra todo tipo de metafísica. El
Dios todo racionalidad de Hegel, es ahora pura
irracionalidad. Las cosas podían haber sido de otra
manera, si entre estas dos posturas extremas e
irreconciliables se hubiera abierto paso una tercera vía, la
de la supra-racionalidad capaz de hacer compatible la
razón humana con el misterio divino, toda vez que Dios
no puede ser comprendido por el hombre sin dejar de ser
lo que en realidad le corresponde por esencia.
Dios se encuentra envuelto entre la niebla y en realidad es
Él quien acaba encontrándonos a nosotros. El aliento de su
cercana presencia la sentimos más por vía afectiva que por
vía intelectual y mejor que intentar comprenderlo, es
tratar de amarlo como merece, después de haber
manifestado su predilección por nosotros y haber sabido
que en todos los pasos que da siempre anda de por medio
una razón de amor
Nuestra sociedad, inmersa en una crisis profunda de
religiosidad, ahora cuando llega la Semana Santa se
acuerda del Dios-crucificado, aunque sólo sea para hablar
de Él mundanamente. En estos días la antropologización
de Dios se vuelve más misteriosa, si cabe, al verlo en el
banquillo de los acusados; eso que para unos es absurdo,
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para otros escándalo y para todos nosotros resulta
incomprensible.
Es en el Huerto de los Olivos donde el misterio de
Jesucristo, como revelación del Padre, llega a una
situación límite; es en esos momentos angustiosos que
preceden a la Pasión, cuando su divinidad parece eclipsada
por su humanidad. Antes y después de estas horas tristes,
que pueden ser precisadas por las agujas de un reloj, Jesús
de Nazaret se muestra dueño y seguro de sí mismo, muy
por encima de cualquier situación que pudiera presentarse
Los vientos le obedecían, los enfermos quedaban curados,
la muerte volvía sobre sus pasos, los pecadores eran
perdonados. A través de la fuerza de su personalidad, de
sus palaras o de su mirada, cualquiera podía adivinar la
singularidad de un hombre excepcional, incluso estando
pendiente de la cruz tanta es su dignidad, que algunos no
pueden menos de confesar: “Verdaderamente éste es el
Hijo de Dios”.
En Getsemaní, por el contrario, todo es diferente. Lo que
allí podemos contemplar es un hombre abatido,
debatiéndose en un mar de dudas, impotente y débil, sin
fuerzas para afrontar lo que se le venía encima,
abandonado y solo. Tres o cuatro horas interminables en
las que el Nazareno experimenta la más terrible “noche
oscura” del alma que nadie pudiera imaginar. El escenario
no puede ser más desolador. El Hijo indefenso, que se
muere de angustia y el Padre que hace oídos sordos a sus
súplicas. “La agonía sería leve, llega a decir Albert
Camus, si hubiera estado sostenida por la esperanza
eterna”; pero no, Dios lleva a las últimas consecuencias
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su decisión de hacerse hombre y siente la experiencia
profunda de quien se dispone a dar un salto mortal en el
vacío sin una red protectora.
Ante semejante situación, los teólogos muestran su
desconcierto y no saben qué decir, a lo más se atreven a
preguntar ¿Dónde queda la divinidad del Hijo? ¿Dónde la
bondad y el poder del Padre? No es mucho lo que pueden
aclararnos al respecto, porque los misterios divinos son
insondables.
Estas mismas preguntas son las que la gente de la calle se
hace en referencia al dolor y la desgracia existentes en el
mundo ¿Dónde está Dios cuando miles de inocentes
cristianos están siendo masacrados en Nigeria o en Irak?
¿Dónde cuando familias enteras de refugiados, mujeres
ancianos y niños inocentes, huyen del infierno del hambre
y de la guerra, sin que nadie les acoja?
El ateísmo antirreligioso vuelve a desempolvar el viejo
argumento de Epicuro, para poner a Dios entre las
cuerdas: “O puede, pero no quiere y entonces deja de ser
bueno”, o quiere, pero no puede y entonces deja de ser
Dios”. En realidad no es un argumento, se trata sólo de un
sofisma, puesto que las cosas hay que verlas de otra forma
bien distinta.
Si partimos de que todo trascurre según la voluntad divina,
acomodada a lo que más conviene, nos seguirá resultando
incomprensible el drama de la cruz, incluso nos costará
trabajo entender la existencia de un mundo de puertas
abiertas al dolor y al mal; lo que nunca podremos decir es
que ello forma parte de un plan injusto e irracional. Sin
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llegar a comprender los designios de Dios porque Él no
puede ser objeto de nuestra racionalidad, lo que sí
podemos intuir es que su lógica es muy diferente a la
nuestra.
En cualquier caso, entre el drama misterioso de Dios en el
Gólgota y el enigma del sufrimiento en el mundo, no deja
de haber una interconexión profunda, hasta el punto de
que el primero viene a aclararnos buena parte del
significado del segundo. La cruz de Cristo acaba dando
sentido a todas las cruces de la tierra y los que preguntan
¿Dónde está Dios cuando el hombre sufre? encuentran
fácilmente la respuesta después de aquella tarde oscura del
Primer Viernes Santo. Todos los desamparados podrán
tener consuelo cuando sus ojos tristes se detengan en la
cruz. Hasta Albert Camus, uno de los ateos más rebeldes,
se muestra indulgente con la idea de un dios doliente, a
quien no se le puede pedir responsabilidades de la muerte
de su hijo. “En esas tinieblas, dice, la divinidad abandonó
ostensiblemente sus privilegios tradicionales, vivió hasta
el fin, incluyendo la desesperación, la angustia de la
muerte”. Nosotros no estamos hablando del dios-idea,
estamos hablando del Dios- misterio, que resulta
infinitamente más consolador. En Él la agonía humana
encuentra el alivio que tanto necesita. La muerte, el dolor y el
pecado, seguirán siendo un misterio; pero menos después de
haber visto al Justo recorrer la Vía Dolorosa cargando con la cruz
del mundo. El peso de nuestros delitos deja de ser abrumador
sabiendo que tenemos a Cristo como Valedor. Es así como el
drama del Calvario deja de ser escándalo, para entrar a formar
parte de la Buena Nueva del Evangelio, que ha de acabar en
la Pascua.
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