OBEDECER CON DOCILIDAD
Rebeca Reynaud
Una de las señales más claras de andar en el buen camino es el deseo de
obedecer (Cfr. Santo Tomás de Aquino, Super Epistulam ad Philipenses
lectura, 2,8).
San Juan Cris￳stomo escribe: “Dios no necesita de nuestros trabajos, sino de
nuestra obediencia” ( Hom sobre San Mateo , 56).
Esta virtud nos hace muy gratos al Señor. En la Sagrada Escritura leemos: mejor
es la obediencia que las víctimas (I Sam, 15,11). Génesis 1, 1-5: Dijo Dios: haya
luz. Y hubo luz…
1 Samuel 15, 10-23: Dios le pide al rey Saúl que queme las pertenencias de los
amalecitas. Saúl quema lo que es “inútil y sin valor”. Samuel le dice que la
desobediencia es como idolatría. La obediencia es culmen de toda religión. Y
comenta San Gregorio: “Con raz￳n se antepone la obediencia a las víctimas,
porque mediante la obediencia se inmola la propia voluntad” (Moralia, 14).
La misma Iglesia ha sido fundada sobre la obediencia: Quien os escucha a
vosotros, me escucha a mí, y quien os rechaza a vosotros, a mí me rechazada
(Lc 10, 16; cfr. Rom 15, 8; Heb 13, 17). , La Iglesia ha atestiguado desde siempre
el valor moral y la eficacia salvadora de la obediencia.
¿Cuál es el bien de la obediencia? Es unir nuestra voluntad a la de Dios, por
consiguiente la victoria de Dios acontece en mi vida. ¿Cómo encuentro la voluntad
de Dios? Es allí donde nos enredamos. Los dos problemas fundamentales de la
obediencia son cuando uno plantea la voluntad propia contra la voluntad de otro
(oposición de voluntades). Pocos quieren oponerse a Dios, pero sí pueden
oponerse a una autoridad superior. Sigo queriendo lo que quería pero hago lo que
me dicen; hacer lo que no quiero es lo que rompe el alma (hago lo que me dicen):
es una obediencia externa.
Desde el Génesis aparece la obediencia: La palabra se pronuncia y el hecho
acontece. “Las palabras de Dios son obras”, decía Santa Teresa. La palabra es la
expresión externa de la idea (va de la cosa a la mente), pero para la creación la
palabra está en la mente divina (va de la mente a la cosa). Dice Santo Tomás que
la idea tiene tres lugares: la mente divina, la realidad creada y la mente humana.
Dios, dueño de todo, ha elegido no tener tu voluntad si tú no se la entregas, por
eso la obediencia es el acto supremo de amor, porque sin obediencia hay una
parte de la creación que no es dócil.
Dios ha creado los pájaros para que cantaran y cantan, y ha creado al hombre
para que le obedezca y le dé esa ofrenda, y no siempre obedece. Santa Catalina
de Siena dice: Los más extremos ayunos pueden ser homenaje al demonio si no
se hacen por obediencia, son un modo de exaltar el yo. La desobediencia hace
inútil el sacrificio.
Salmo 33, 6-12: por la palabra de Dios fueron hechos los cielos… El Señor anula
los planes de las naciones, vuelve vanos los proyectos de los pueblos . Pretender
acoger la palabra sin acoger el Espíritu desvirtúa la obediencia. Tampoco se puede
obedecer acogiendo el espíritu e ignorando la palabra.
La raz￳n por la que “la palabra del Se￱or se impone sobre el consejo de las
naciones” ﾿es porque tiene un garrote más grande? El poder del mafioso se
establece dentro de lo que ya existe. En cambio el poder de Dios es un poder que
hace ser, ¿qué hacer ser qué? Todo, yo y tú. Si Dios me ha hecho a mí sólo Dios
conoce mi bien y el camino hacia mi plenitud , sólo Él puede completar lo que Él
empezó. El poder de Dios es el poder del Creador, por eso la obediencia que se
tiene ante Dios es absoluta, sólo Él sabe plenamente cuál es mi verdadero bien.
Por otra parte, el Señor nos enseña que obedecer a sus palabras es manifestar
que se le ama: El que me ama guardará mi palabra... El que no me ama no
guardará mis palabras (cfr. Jn 14,23- 29). Es una advertencia muy clara que no
admite acomodadas interpretaciones.
San Ireneo de Lyon escribe: “La Virgen María recibi￳ maravillosamente del Ángel
su anuncio según la verdad (…). Así como Eva fue seducida por las palabras de
un ángel para escapar al dominio de Dios y despreciar su palabra, así María
recibió el anuncio de las palabras de un ángel a fin de que llevara a Dios
haciéndose obediente a su palabra. Y si aquella desobedeció a Dios, ésta aceptó
obedecer a Dios, a fin de que la Virgen María se convirtiera en la abogada de la
virgen Eva” ( Adv haer ., V, 19,1).
Alejandro Farnesio (1545-1592), tercer duque de Parma, fue el militar sobrino de
don Juan de Austria, que, cuando se reunieron para ver el plan de ataque de
la batalla de Lepanto , él fue el único que no estuvo de acuerdo con lo que planteó
don Juan, y sin embargo le pidió comandar él la batalla, y tuvieron el éxito que
esperaban; ejemplo de unidad, de saber ceder, de hacer nuestro el parecer del
otro, y de la eficacia que eso tiene.
A San Juan Pablo II le preguntaron: “﾿Qué hace en su tiempo libre?”. Contest￳: —
“Todo mi tiempo es libre”. ᄀEsa es libertad de espíritu!
En la obediencia voluntaria, libremente aceptada y querida, ejercitamos la
verdadera libertad, la libertad de los hijos de Dios. “Cristo, a quien el universo está
sujeto –comenta San Agustín-, estaba sujeto a los suyos” ( Sermón, 51, 19). Toda
la vida de Jesús fue un acto de obediencia plenamente libre a la voluntad del
Padre: Yo hago siempre lo que le agrada (Ioann, 8, 29), afirmará más tarde. Y en
otra ocasión declaró a sus discípulos: mi alimento es hacer la voluntad del que
me ha enviado y llevar a cabo su obra. San Pablo nos pone de manifiesto el
amor de Jesucristo a esta virtud: siendo Dios, se humilló a sí mismo haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Philip, 2,8).
“La obediencia es lo contrario de la soberbia. Mas el Ungido del Padre, venido del
cielo para salvarnos y sanarnos de la soberbia, se hizo obediente hasta la muerte
en la cruz” (Garrigou-Lagrange) [1] .
Nada aborrece tanto el demonio como la obediencia; nada glorifica él tanto como
la “propia iniciativa” y la independencia personal. La última obediencia es la que se
oirá así: “Venid, benditos de mi Padre…”. Dios te llama a compartir su casa si
quisiste ser parte de su Reino. El que se deja sanar el corazón quebrantado, se
encuentra en el número de las estrellas.
[1] R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. II, p. 683.