Cuando tolerar es posible
P. Fernando Pascual
Algunos piensan que la tolerancia es posible cuando eliminamos todo tipo de seguridad, de certeza,
de dogmatismo; cuando nos convencemos de que cualquier comportamiento, opción personal,
forma de vida, creencia política o religiosa vale igual que las demás. Para esas mismas personas la
intolerancia nace del pensar que uno posee la verdad “absoluta”, del vivir como un “dogmático”,
del sentirse “superior” respecto a los que piensan de un modo distinto. En otras palabras, la
violencia que atenta contra la tolerancia nacería del creer que el propio punto de vista es
absolutamente verdadero.
La anterior teoría encierra una pequeña contradicción. Por un lado, considera como cierto (como
“absoluto”) que la violencia es algo malo, algo que debemos perseguir y eliminar. Por otro, afirma,
también como algo “absoluto”, que el dogmatismo es la fuente de la intolerancia, la violencia y el
espíritu inquisitorial de quien persigue u oprime a los que piensan de otra forma. Con estas dos
afirmaciones, que buscan defender una actitud tolerante, se cae en esa posición dogmática que los
defensores de esas ideas quieren evitar. Esta contradicción se resume con una fórmula sencilla: la
tolerancia debe ser intolerante con la intolerancia... ¿Es, entonces, tolerante la tolerancia?
Para evitar esta paradoja, podríamos imaginar otra manera de entender la tolerancia. Tolerantes
serían muchos tipos de personas: los que poseen convicciones firmes, o los que sólo defienden
verdades provisionales, o los que viven entre dudas más o menos profundas y errores de distinto
tipo (a veces se da todo se da mezclado). Pero a esta diversidad de puntos de vista hay que añadir
algo para que se dé la tolerancia: poseer motivos suficientes para respetar a los que piensan de un
modo distinto del propio punto de vista. Es decir, uno puede ser dogmático, puede creer y decir que
el otro está equivocado, y ser profundamente tolerante porque respeta al que piensa de un modo
distinto del suyo, porque tiene motivos para hacerlo.
El punto está precisamente en explicar: ¿por qué creemos que el otro es digno de respeto, también
cuando creemos que se equivoca? ¿De dónde arranca la verdadera tolerancia? La respuesta será más
clara y más fuerte si somos capaces de descubrir que los demás valen por sí mismos, por encima de
sus ideas, del color de sus zapatos o del número de velas que apagan el día de su cumpleaños. Es
decir, si somos capaces de comprender que cada hombre, cada mujer, desde el embrión hasta el
anciano que ha superado los 100 años, valen por sí mismos, por encima de los conflictos y de las
diferentes opiniones que puedan darse entre los distintos grupos humanos.
Esto no quita el que haya comportamientos (y teorías) que la sociedad no puede “tolerar”. Si
alguien asesina, roba, insulta o simplemente se divierte rompiendo los cristales de los coches,
podemos (debemos) intervenir para que no dañe a otros, para que no hiera la convivencia social.
Igualmente, si uno predica ideas para instigar al odio hacia los blancos o los indios, los cristianos o
los musulmanes, los del partido blanco o los del partido colorado, está claro que su palabra no tiene
ningún derecho a ser oída. Incluso en ocasiones habrá que prohibirle hablar, precisamente en
nombre de la tolerancia...
Por lo tanto, la verdadera tolerancia se construye sobre la defensa convencida del valor de cada vida
humana y de todo aquello que necesitamos para respetarnos profundamente. Esto es posible sólo
desde teorías no relativistas, pues para el relativista no existen verdades “absolutas”, ni siquiera el
valor del otro. Necesitamos construir un pensamiento lo suficientemente claro y fuerte como para
poder defender el derecho de todos y de cada uno para tener libertad de escoger el estilo de vida que
desee, siempre que no da￱e a los demás, y defender este derecho como una verdad “absoluta”.
Sin embargo, los filósofos, los antropólogos, los sociólogos, no están de acuerdo sobre cómo fundar
el valor de cada hombre. Incluso no faltan pensadores que afirman que entre nosotros y los animales
no hay gran qué de diferencia. Si eso fuese verdad, entonces la ley de la sociedad sería la misma ley
que vale en el mundo animal: el más fuerte se impone (intolerantemente) sobre el más débil. De
aquí al nazismo y a otros sistemas dictatoriales no hay más que un paso...
¿Resulta posible probar que somos distintos de los animales? Casi la misma pregunta encierra la
respuesta: somos capaces de pensar, de comprender, de discutir, de buscar lo verdadero, lo bueno,
lo justo, lo más perfecto. Eso sólo es posible si brilla en cada uno la fuerza del espíritu; si tenemos
un alma inmortal, como ya intuía (entre sus dudas) Sócrates. Un alma capaz de pensar y de amar de
un modo muy superior al de los animales. Un alma que está presente en todos, incluso en el
criminal (que no deja de ser hombre, también cuando tenemos que castigarlo justamente...).
Desde luego, muchos espiritualistas han sido intolerantes, porque creyeron, equivocadamente, que
el “distinto”, el contradictor, el que pensase de otra manera, podría ser perseguido en nombre de
valores mal usados (aunque fuesen palabras tan sonoras como “patria”, “tribu” o “clase social”).
Pero lo correcto es argumentar con la razón para convencer, en el diálogo lleno de respeto, a los que
tienen otros puntos de vista, y respetarles si no se persuaden con nuestras palabras. La intolerancia a
veces es sólo la frustración de quien no ha sido capaz de aceptar que otro piense de modo distinto,
el esfuerzo por triunfar con la fuerza, según las leyes biológicas que premian al más fuerte y no al
que esté más cerca de la verdad...
Hay personas que tienen la raz￳n pero la “pierden” por su intolerancia. Dos más dos son siempre
cuatro aunque Juanito diga que no. Pero golpear a Juanito para que, por miedo, se someta a una
verdad matemática es un acto de “intolerancia” que s￳lo se explica desde la falta de humanidad de
quien usa la violencia para corregir errores inofensivos...
Construir un mundo tolerante es fácil si sabemos profundizar cada día en lo que significa ser
hombres. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. En ese sentido, el cristianismo
debería ser la religión más universal, porque nos enseña que todos los seres humanos somos hijos
amados por un mismo Dios, por encima de la historia y de los pecados cometidos. En otras
palabras, Dios es la persona más tolerante, porque nos ama como somos (muchas veces, a pesar de
lo que somos), sin dejar de invitarnos a ser lo que debemos ser. ¿Seremos capaces de imitarle en su
respeto hacia todos, en su tolerancia infinita que se llama amor y misericordia?