Psicología de la tentación
Martha Morales
La tentación se nos presenta como algo contrario a lo que Dios quiere. Los
deseos de Dios son claros y sencillos. El mensaje de Dios es simple. El demonio
viene sutilmente con un nuevo plan para la mujer: De ninguna forma morirás. El
primer hijo de Adán y Eva fue Caín. Siempre que hago mi voluntad en contra de
la de Dios, termino hiriendo a alguien.
Podemos cambiar la felicidad de un instante por la felicidad de la vida eterna.
La tentación cambia la visión que tenemos de las cosas. Se presenta como algo
bueno. Luego produce una metamorfosis en el corazón. Nos lleva de haber
querido darle un sí a Dios a darle la espalda. Tener una tentación no es pecado;
el pecado está en consentir en la tentación: Preferimos la felicidad que pasa a la
eterna.
La tentación puede ser un acto de bendición cuando se le rechaza, o puede ser
un acto de maldición cuando se la acepta. Si cedo, corrompo la relación con Dios
y con los demás. Hacer el mal produce placer pero el placer pasa y el mal se
queda. Hacer el bien produce dolor, pero el dolor pasa y se queda el bien.
No pedimos a Dios que no tengamos tentaciones, sino que no nos deje caer en
ellas. Las tentaciones son a la vez pruebas, ocasiones para afirmar el amor a Dios.
Bienaventurado el hombre que sufre tentación, porque, una vez probado, recibirá
la corona de la vida que Dios prometió a los que le ama”n (St 1,12).
Tenemos obligación ante todo, de resistir la tentación. Si entonces fallamos y
pecamos, tenemos la obligación de arrepentirnos inmediatamente. Si no nos
arrepentimos, Dios deja que vayamos a lo nuestro: permite que experimentemos
las consecuencias naturales de nuestros pecados, los placeres ilícitos. Si seguimos
sin arrepentirnos –mediante la abnegación y los actos de penitencia- Dios permite
que continuemos en pecado, formando así un hábito, un vicio, que oscurece
nuestro entendimiento y debilita nuestra voluntad.
Una vez que estamos enganchados en el pecado, nuestros valores se vuelven al
revés. El mal se convierte en nuestro “bien” más urgente, nuestro más profundo
anhelo; el bien se presenta como un “mal” porque amenaza con apartarnos de
satisfacer nuestros deseos ilícitos. Llegados a ese punto, el arrepentimiento llega
a ser casi imposible, porque el arrepentimiento es, por definición, un apartarse del
mal y volverse hacia el bien; pero, para entonces, el pecador ha redefinido a
conciencia tanto el bien como el mal. Isaías dijo de tales pecadores: “¡Ay de
aquellos que llaman mal al bien y bien al mal!” (Is 5, 20).
Una vez que hemos abrazado el pecado de esta manera y rechazado nuestra
alianza con Dios, sólo puede salvarnos una calamidad. A veces lo más compasivo
que puede hacer Dios con un borracho, por ejemplo, es permitir que destroce el
coche o que le abandone su mujer..., lo que le forzará a aceptar la responsabilidad
de sus actos (Scott Hahn).
“El género humano -.dijo el poeta T.S. Eliot- no puede soportar mucha realidad”.
No necesitamos mirar lejos para probar este aserto. La gente huye hoy, uno por
uno, de la vida real, retirándose cada quien a su distracción particular. Las vías
de escape van desde las drogas y el alcohol hasta la novela rosa y los juegos de
realidad virtual.
¿Qué pasa con la realidad para que el género humano la encuentre tan
insoportable? Lo que pasa es que la enormidad del mal, su presunta omnipresencia
y poderíos, y nuestra aparente incapacidad para escapar de él... nuestra
incapacidad, incluso, para no cometerlo . Parece que el infierno está en todas
partes amenazando con sofocarnos,
Ésta es la realidad que no podemos soportar. Pero es también la cruda y terrible
realidad que dibujó San Juan en el Apocalipsis. Las bestias son el poder en la
sombra que mueve naciones e imperios; se fortalecen con la inmoralidad de la
gente a la que seducen; se emborrachan con el “vino” de la fornicación, la avaricia
y el abuso de poder de sus víctimas (Scott Hahn).
Ante tal oposición tenemos que escoger: o presentar la batalla, o darse a la huida.
Huir podría parecer la elección más razonable; sin embargo, la huida no es una
opción real. “Esta guerra es inevitable, y el que en ella no lucha, de todas maneras
se ve inexorablemente enredado en ella y sucumbe. Es que nos enfrentamos a
enemigos tan obstinados y furiosos que de ellos no podemos esperar jamás ni
tregua ni paz” (Lorenzo Scupoli).
Más aún, no podemos subir al cielo, si huimos de la batalla. Dios nos ha destinado
a nosotros, a la Iglesia, a ser la Esposa del Cordero. Pero no podemos gobernar,
si no derrotamos primero a las fuerzas que se nos oponen, a los poderes que
pretenden hacerse con nuestro trono. Dos tercios de los ángeles están de nuestra
parte. El Apocalipsis muestra que son los santos y los ángeles los que dirigen la
historia con sus oraciones.
“Si alguna vez nos vemos estrechados por tentaciones de nuestros enemigos, nos
servirá de gran estímulo considerar que tenemos a nuestro favor un Pontífice muy
capaz de compadecerse de nuestras miserias, porque El mismo ha experimentado
voluntariamente todas las tentaciones” ( Catecismo Romano, IV, 15,14). Para
comprender y ayudar al pecador en sus pruebas y caídas no hace falta tener la
experiencia del pecado. Basta la experiencia de la tentación; porque además sólo
el que no peca conoce la tentación en toda su fuerza, pues el pecador cede antes
de haber resistido hasta el final. Cristo resistió siempre la tentación sin ceder
nunca ante ella. Conoció, por lo tanto, mucho mejor que nosotros, que somos
vencidos con frecuencia, todo el rigor y la violencia de las tentaciones que quiso
sufrir en momentos determinados de su vida en cuanto hombre. Jesús se sometió
a la tentación para darnos ejemplo y para que no perdamos nunca la confianza de
poder vencer con la ayuda de la gracia.
El mal ha prosperado, por eso hemos de tener la inteligencia más despierta que
nunca. Sólo la insensibilidad producida por la rutina o el atolondramiento frívolo,
pueden permitir que se contemple el mundo sin ver allí el mal. Hemos de ser
optimistas, pero con el optimismo que nace de la fe en Dios.
Vivir de espaldas a Dios es una falsa ilusión de libertad, es la peor de las
desgracias. Juan Pablo II ha señalado en esta cerrazón a la misericordia divina
una característica de nuestra época. Es bien patente a todos la imagen del
hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión
y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial
o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual (...)”. La
acción del Espíritu Santo, que tiende a convencernos de pecado -sólo el Espíritu
Santo nos hace comprender la fealdad del pecado-, encuentra que la conciencia
está impermeabilizada, que hay dureza de corazón , porque se ha perdido el
sentido del pecado. Hay que ver a Cristo en la Cruz para comprender qué es el
pecado. No nos ha de dar miedo esta situación. Tiene remedio. El ser humano
tiene una capacidad grande de recapacitar y regenerarse.
Nada puede desanimarnos en este camino hacia el fin último, porque nos
apoyamos en “tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente,
Dios es fiel a las promesas. Y es El, el Dios de las misericordias, quien enciende
en mí la confianza; por lo cual yo no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado,
sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el paraíso”
(Juan Pablo I, Alocución, 20-IX-1978).