El hombre y su lugar en el ambiente
P. Fernando Pascual
13-2-2016
Entre quienes buscan explicar cuál sería el lugar que el ser humano ocupa en nuestro planeta,
hay algunos que piensan que somos un simple producto de la evolución. Un producto que tiene
algunas particularidades (es imposible negarlas), pero nada más que un producto.
Pero algunos de esos autores reconocen también que el ser humano, que depende en todo del
ambiente como los demás seres vivos, es “anómalo”. ¿Por qué? Porque pone en peligro la
supervivencia en el planeta, lo cual exige elaborar proyectos éticos para evitar una catástrofe
ambiental.
De este modo, tales autores piensan con una especie de dualismo. Por una parte, el hombre es un
viviente más, originado gracias a la evolución como las lombrices y los elefantes, como las
orquídeas y los claveles. Por otra parte, ese hombre tiene una responsabilidad que ningún otro
viviente tiene sobre la tierra.
Se dirá que tal responsabilidad surge por el hecho de los poderes que “la evolución” habría
otorgado al hombre. Pero si tales poderes son vistos como algo casual y afinalístico, ¿por qué
surgirían deberes éticos especiales para el ser humano, deberes que nadie exige a otros seres
vivos?
Además, entre los seres humanos no todos tienen la misma ética ni todos consideran el ambiente
con el mismo interés. Algunos, pocos pero muy influyentes, destruyen y dañan gravemente
muchos ecosistemas. Otros se esfuerzan por crear una conciencia ecológica y por salvaguardar
el ambiente y la biodiversidad, aunque no siempre consiguen buenos resultados.
Explicar la paradoja humana (un ser natural que puede destruir la biodiversidad y puede
aniquilarse a sí mismo) y el pluralismo de teorías ante la misma no resulta nada fácil. Porque
quienes suponen que basta un evolucionismo ciego y afinalístico para entender al hombre no son
capaces luego de fundamentar éticas absolutas y vinculantes racionalmente para todos, éticas de
las que no podemos prescindir si, de verdad, hay que tomar serias medidas para defender el
planeta.
Por eso, vale la pena buscar propuestas antropológicas que permitan reconocer lo específico del
ser humano: su espiritualidad, y su relación directa con un Dios creador. Porque sin tales
planteamientos, existe el peligro de justificar las diversas opciones humanas (también aquellas
gravemente dañosas para todos los vivientes) como otro producto casual de la evolución, cuando
en realidad son la consecuencia de la libertad que permite solamente a los seres espirituales
escoger entre el bien y el mal.