Pensar en la muerte
Rebeca Reynaud
Muchas veces no pensamos en la muerte, cosa sabia es pensar en ella porque
llegará. Un dicho latino dice: “La muerte es cierta; la hora, incierta”. Hay una
locución latina que reza así: “Vita mutatur, non tollitur”; es decir, la vida se muda,
no se elimina, la muerte no es el fin de la existencia.
En De la brevedad de la vida, escribe Séneca: “Salvo unos pocos hombres, a todos
los hombres los abandona la vida en el momento mismo en que se disponen a
vivirla”. También dice que los hombres suelen pasar la mayor parte de su vida
haciendo el mal; un gran parte, no haciendo nada y toda la vida en no hacer lo que
debían.
Está establecido que todos los hombres hemos de morir una sola vez. Para los que
tenemos fe, la muerte será llegar a la casa del Padre, a la cita a la cual nos hemos
estado preparando toda la vida con ilusión. Esperamos llegar a la casa del Padre,
pero no queremos morir pronto porque queremos dar mucha gloria a Dios.
Por estadísticas se sabe que dedicamos una tercera parte de nuestro tiempo a
dormir, una octava parte, a las comidas, una doceava parte a ver la TV; otra
doceava parte lo dedicamos a viajar en transporte en la ciudad. Contamos con un
tercio de tiempo útil: un 40 ó 50%.
Al atardecer de la vida se te examinará sobre el amor , dice San Juan de la Cruz. Es
mucho lo que se puede hacer en una vida por amor de Dios. La vida es tiempo de
correspondencia a la gracia, es el espacio que Dios nos ha concedido para ganar el
Cielo y ayudar a los demás a ganarlo. Dios pone un reloj, y no sabemos cuando va
a decir “hasta aquí”.
Los campeones de las próximas Olimpiadas tienen entre 16 y 22 años. Uno de ellos
decía: Seré dentro de cinco años lo que siembre hoy. Nosotros podríamos decir
lo mismo.
La felicidad que podamos alcanzar en esta vida depende de nuestra generosidad. El
secreto de la felicidad está en el hoy. ¿Me he portado hoy como para ganarme la
sonrisa de Jesús? “El que pierde la vida la encontrará”, dijo Jesús. El flojo acaba
siendo insensible, apático, triste.
La sudanesa canonizada por San Juan Pablo II, Giuseppina Bakita, dijo antes de
morir: Me voy al cielo con dos maletas muy pesadas. En una llevo mis pecados, y
en la otra, más pesada, me llevo los méritos de Cristo y de la Virgen. Las
presentaré ante San Pedro; las abrirá y le diré: “Ahora ábreme porque me quedo”.
Tenemos muchos regalos de Dios. Que no nos inquietemos mucho cuando nos
vayamos a morir. Él nos espera con los brazos abiertos. Morir es como ir
caminando y de pronto alguien nos toca la espalda y nos dice: “Ya es hora”... Es un
tema que vale la pena meditar con calma: ¿cómo aprovecho el tiempo?
El literato inglés C. S. Lewis siempre defendió que “la vida sin una doctrina de las
cosas postreras sería simplemente un túnel de desesperación”. Así, afirmaba que
cuando cayese la bomba H siempre tendríamos esa décima de segundo para poder
decir: “Tú eres sólo una bomba, yo soy un alma inmortal”. O también: “La
naturaleza es mortal, pero nosotros viviremos fuera de ella; cuando todos los soles
y nebulosas hayan desaparecido, cada uno de nosotros vivirá”.
La muerte no es el final, es el principio. La muerte es la vida, es el descanso, es
encontrar al amor, si se ha vivido bien, o si no ha vivido tan bien pero hay
arrepentimiento. Hay un juego que se llama “engarróteseme allí”, y uno tiene que
paralizarse, así pasa con la muerte, la voluntad de esa persona queda petrificada en
el bien o en el mal.
Nada malo puede hacer la pequeña muerte a los seres inmortales. Es la gran
muerte la que debe temerse. La gran muerte, esto es, la condenación del alma, es
la que separa de Dios. Dios nos devolverá a los seres queridos y nos hará llegar a
un recinto donde la muerte no puede entrar y donde la horrible muerte del espíritu
no es posible. Finalmente, la muerte será vencida.