¡El que no espera, desespera!
P. Adolfo Güémez, L.C.
En una ocasión estaba en unas misiones con jóvenes. Un día, muy temprano, me encontré
con un misionero que estaba sentado en una roca, contemplando el paisaje. Le pregunté qué
hacía. Me respondió: «Padre, el año pasado vine a este mismo lugar de misiones, y aquí, en
esta roca, tuve una experiencia muy fuerte de Dios. Ahora vuelvo aquí porque espero
volver a encontrarme con Él.»
El hombre es un ser de esperanza. Porque es un ser que se renueva y desarrolla, no está
acabado, se va construyendo poco a poco, día a día. Es una creatura, además, cuyo
crecimiento depende en gran medida de otros. Es por eso que la esperanza es una virtud
plenamente humana.
Pero por encima de lo meramente natural, el hombre necesita también de Dios para
alcanzar su desarrollo. Porque hemos sido hechos para llegar a Él. Todo en nuestra vida
está orientado a ese encuentro.
Prueba de ello son la sed de felicidad que parece no saciarse con nada; el vacío existencial,
que, por más que lo atiborramos de cosas, no termina de llenarse; el tedio que a veces nos
invade, aunque estemos rodeados de distracciones y diversiones.
Dios nos hizo para Él y nuestro corazón jamás estará quieto hasta que descanse en Él. Y es
aquí donde nace la esperanza sobrenatural. Una esperanza que está puesta en Dios, no en
nosotros mismos. En su fuerza, no en nuestra debilidad.
El misionero lo hizo muy bien. Sabía que para encontrar a Dios había que esperarlo,
poniendo todos los medios a nuestro alcance, pero, a fin de cuentas, conscientes también
que sólo Él es capaz de manifestarse.
Estamos iniciando el Adviento, un tiempo de esperanza, donde la Iglesia nos invita a poner
nuestro centro en Dios, en su fuerza, en su amor.
El Adviento no es el pretexto para que las tiendas comiencen a adornar de Navidad con el
fin de lograr más ventas, ni tampoco la ocasión para festejar posadas por adelantado.
Este tiempo nos invita a ver la vida como un camino que hay que enderezar
constantemente, pero que no recorremos solos. Nos recuerda una y otra vez que Dios no se
ha ido del mundo, que no está ausente, que no nos abandona; al contrario, sale a nuestro
encuentro de diferentes maneras que tenemos que aprender a discernir.
Durante estos días de preparación para la Navidad los invito a abrir los ojos del alma y del
corazón para ver la presencia desbordante de Dios en sus vidas. ¡Él está en todas partes!
Por ejemplo:
En el aire que respiramos, la luz que nos permite ver, el agua que nos ayuda a vivir.
En el pobre que me necesita, y que me hace consciente de que lo que tengo es un
don que estoy llamado a compartir.
En mi familia, con sus altas y bajas, porque en ellos encuentro acogida, perdón y
cariño.
En la sociedad, de la que recibo tanto, pero a la que también debo tanto.
En mi conciencia, donde Él me habla de una manera clara y directa, y yo puedo
escucharle y cumplir su voluntad.
No dejes que estas cuatro semanas de adviento pasen como cualquier época del año. Pon tu
centro en Dios, en su amor, y en su presencia continua y amorosa. ¡Espera en Él!
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